Voy entre los zapatos de la gente apurada
trepando hasta el apuro de mis propios zapatos.
Las arañas tejen un olvido de ensueño
en los escombros clásicos de las veredas.
¿Nos corre la ilusión de un futuro perfecto
o la desilusión de un pretérito imperfecto?.
Me detengo en una vidriera que, por liquidación,
ofrece mis culpas a mitad de su precio.
Los pájaros enjaulados de mi memoria
vuelan a pesar del peso de las jaulas.
Los insectos adivinan el zapateo humano
y se amodorran en la podredumbre de algún fruto.
Un árbol piensa en mí y escribe mi nombre
en los arrebatos frágiles de su corteza.
Voy entre el apuro de la gente apurada
trepando al sinsentido de mi apuro desocupado.
Los violines me dicen que ha muerto una calandria
y los sellos la entierran cerca de mi deseo.
Un enano me pisa con su pie de gigante
y después se disculpa regalándome una mirada.
Una niña le sonríe al niño que yo he sido
y éste cierra los ojos para ocultar su miedo.
Llevo al tiempo de la mano para que no se pierda
y me acerco a la equivocación del lugar al que voy.
No entedemos la vida pero vivimos
que es como leer sin entender la letra.
La primavera me endilga una flor en la mano
y yo se la obsequio a mi primer amor.
Un niño de la calle se calla con un grito
y me besa la sombra con su harapo de luces.
Del subte salen cientos de cerebros nerviosos
que disfrazan de apuro su cansancio infinito.
El querible olor de la garrapiñada
endulza el mar oriental de los productos importados.
Me cruzo con un ciego que me mira en silencio
y sabe mejor que yo adónde van sus pasos.
¿Nos corre la tristeza de inventariar insomnios
o la alegría de un sueño sin fronteras?.
Una señora ensaya una mueca de hastío
y seca el sudor gris de su descontento.
Un auto se retuerce de dolor y hasta llora
después de la cachetada que le da un colectivo.
En un cine anuncian orgasmos continuados
bajo aladas palmeras y nubes tumultuosas.
Yo debo haber llegado o al menos me aproximo
o al menos sé que voy en dirección contraria.
Todos vamos andando por un cosmos de asfalto
cada cual en lo suyo como islas en acecho.
La fachada de una Iglesia pareciera decirnos
que Cristo era carpintero pero que Dios es arquitecto.
Él construyó las rosas de ese puesto florido
y la primavera que florece en esas rosas.
Al reloj de la Iglesia le amputaron una aguja
y celebra las horas sin contar los minutos.
Mis pasos se obsesionan detrás de unas caderas
y, con fidelidad de perro, se acoplan a su ritmo.
Las caderas se pierden en un shopping de lujo
desorientando a la anemia crónica de mis bolsillos.
Por fin, llego al lugar en el que ofrecen trabajo
y me uno a la cola que espera, descolada.
Después de tres milenios, me entrevisto con alguien
que me mira en silencio y me presta un pañuelo.
Sin ningún eufemismo, lloro a moco tendido,
y devuelvo el pañuelo, salvajemente húmedo.
Salgo como si entrara a un afuera con rejas
y adopto una actitud suficiente y ambigua.
Silbando bajito, vuelvo a tropezarme
con la obstinación de un apuro que ya es epidemia.
Mi zapatos somatizan lo sucedido
y parecen tortugas alopidilizadas.
Una estampida de elfantes me pasa por encima
pero no me inmuto y avanzo hacia la desesperación.
Sin embargo, cuando voy a suicidarme,
un cartel me informa que el SIDA anda suelto.
Dudo por un instante y Dios aprovecha para asomarse
en las púas de los palos borrachos.
La noche ya comienza a descifrar enigmas
y, al doblar una esquina, me encontraré con ella.
Me siento en un banco de la plaza
a ver pasar los zapatos de la gente.
trepando hasta el apuro de mis propios zapatos.
Las arañas tejen un olvido de ensueño
en los escombros clásicos de las veredas.
¿Nos corre la ilusión de un futuro perfecto
o la desilusión de un pretérito imperfecto?.
Me detengo en una vidriera que, por liquidación,
ofrece mis culpas a mitad de su precio.
Los pájaros enjaulados de mi memoria
vuelan a pesar del peso de las jaulas.
Los insectos adivinan el zapateo humano
y se amodorran en la podredumbre de algún fruto.
Un árbol piensa en mí y escribe mi nombre
en los arrebatos frágiles de su corteza.
Voy entre el apuro de la gente apurada
trepando al sinsentido de mi apuro desocupado.
Los violines me dicen que ha muerto una calandria
y los sellos la entierran cerca de mi deseo.
Un enano me pisa con su pie de gigante
y después se disculpa regalándome una mirada.
Una niña le sonríe al niño que yo he sido
y éste cierra los ojos para ocultar su miedo.
Llevo al tiempo de la mano para que no se pierda
y me acerco a la equivocación del lugar al que voy.
No entedemos la vida pero vivimos
que es como leer sin entender la letra.
La primavera me endilga una flor en la mano
y yo se la obsequio a mi primer amor.
Un niño de la calle se calla con un grito
y me besa la sombra con su harapo de luces.
Del subte salen cientos de cerebros nerviosos
que disfrazan de apuro su cansancio infinito.
El querible olor de la garrapiñada
endulza el mar oriental de los productos importados.
Me cruzo con un ciego que me mira en silencio
y sabe mejor que yo adónde van sus pasos.
¿Nos corre la tristeza de inventariar insomnios
o la alegría de un sueño sin fronteras?.
Una señora ensaya una mueca de hastío
y seca el sudor gris de su descontento.
Un auto se retuerce de dolor y hasta llora
después de la cachetada que le da un colectivo.
En un cine anuncian orgasmos continuados
bajo aladas palmeras y nubes tumultuosas.
Yo debo haber llegado o al menos me aproximo
o al menos sé que voy en dirección contraria.
Todos vamos andando por un cosmos de asfalto
cada cual en lo suyo como islas en acecho.
La fachada de una Iglesia pareciera decirnos
que Cristo era carpintero pero que Dios es arquitecto.
Él construyó las rosas de ese puesto florido
y la primavera que florece en esas rosas.
Al reloj de la Iglesia le amputaron una aguja
y celebra las horas sin contar los minutos.
Mis pasos se obsesionan detrás de unas caderas
y, con fidelidad de perro, se acoplan a su ritmo.
Las caderas se pierden en un shopping de lujo
desorientando a la anemia crónica de mis bolsillos.
Por fin, llego al lugar en el que ofrecen trabajo
y me uno a la cola que espera, descolada.
Después de tres milenios, me entrevisto con alguien
que me mira en silencio y me presta un pañuelo.
Sin ningún eufemismo, lloro a moco tendido,
y devuelvo el pañuelo, salvajemente húmedo.
Salgo como si entrara a un afuera con rejas
y adopto una actitud suficiente y ambigua.
Silbando bajito, vuelvo a tropezarme
con la obstinación de un apuro que ya es epidemia.
Mi zapatos somatizan lo sucedido
y parecen tortugas alopidilizadas.
Una estampida de elfantes me pasa por encima
pero no me inmuto y avanzo hacia la desesperación.
Sin embargo, cuando voy a suicidarme,
un cartel me informa que el SIDA anda suelto.
Dudo por un instante y Dios aprovecha para asomarse
en las púas de los palos borrachos.
La noche ya comienza a descifrar enigmas
y, al doblar una esquina, me encontraré con ella.
Me siento en un banco de la plaza
a ver pasar los zapatos de la gente.
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