Corazonada


Corazonada
Aymer Waldir Zuluaga Miranda


Yo soy Marinella, con doble ele, pero se dice Marinela. Escriba bien. Después es un problema para cambiar los papeles. Mi esposo, por ejemplo, tuvo que hacer muchas filas y enredos para poder sacar lo de la visa, pues en la cédula decía muy clarito: Yorfanis y en los papeles de la embajada le pusieron Yovany. Pero así lo acostumbraban llamar en el barrio. Es que la gente es muy pendeja, no oye, uno se presenta bien, de-le-tre-an-do y ellos, sordos, lo rebautizan. Así le decían todos a mi esposo: Yovany. ¿Apellido? Coronado, ¿o el de cual?, ¿el mío? Se nota que usted es nuevo en esto. ¿No ve los papeles? ¿Está en reemplazo de vacaciones? Buena época escogió: Navidad. Ninguna, era muy sano, aunque en las fiestas que daba por esta época servía licor en cantidades navegables. Pero él no se tomaba ni un trago, «siempre alerta y eso embota», decía, como el eterno boy scout que era. Tampoco fumaba y al médico nunca iba, pues siempre estaba sano y fuerte. Ni dolores de cabeza le daban, y eso que antes de cada partida se la pasaba tan pensativo que asustaba. Era fijo, mirada platónica y abandonada segura. También me extravío entre ideas, pero no tanto tiempo. Siempre miraba como si estuviera leyendo. En la fotografía que traje se ve tal cual era; ahora que lo pienso bien él siempre estaba así, igualito, parecía una foto. A eso voy, iba vestido como acostumbraba últimamente: con la camiseta de su equipo favorito y el pantalón a media pierna, unos jeans verdes que dejaban ver los calzoncillos arriba del ombligo, tan exótico, pero tan común ya. No hay nada que ocultar. A todos nos dio por mostrar los calzones. A las muchachas, con sus minifaldas, en las motocicletas tipo Lambretta; a nosotras, las cuchibarbies, con los descaderados que se deslizan cuando nos sentamos; y a los hombres, con los pantalones esos. Lo que no se exhibe no se vende, me decía Yorfanis. Él también se mostraba. Las mujeres de por la casa se babeaban, se les iban los ojos y las manos, pero él sabía cómo era conmigo. Harto fue lo que me persiguió hasta conquistarme, desde que él era un culicagado y fueron quince años de soportarnos. Le llevaba dos años. A eso voy: treinta y tres, los cumplió el primero de noviembre. Le sentaron mal, creí que le iba a entrar la locura mística. La edad del Cristo, repetía. Unos tenis de color rojo, horribles, pero carísimos. Y una cadena con una imagen religiosa alrededor del tobillo y un tatuaje en la mano derecha, entre el pulgar y el índice, de dos comas formando un círculo, la una blanca y la otra negra. Representaba una algo acerca del bien y el mal: lo masculino y lo femenino. No sé, él me explicó, puras bobadas. Dizque lo femenino era el mal. Una cicatriz en el abdomen, pero quirúrgica. Creo que era por lo del apéndice, él decía que se sentía como un libro al que le arrancaron una página importante, salía con unas frases como que hubiera estudiado mucho. Yo estudié más que él, me costeó Comunicación Social en la Asociativa, será por eso que hablo tanto. Quería que trabajara en televisión, hasta me pagó la cirugía para arreglarme un par de cositas. Era requisito, decía. Él trabajaba como loco para mantenerse cuerdo, le obsesionaba mucho la apariencia. Tez trigueña. Yo siempre fui fresca, frentera, él me cambió un poco, bastante guerra le di. Lo quise mucho hasta que empezaron las ausencias. En cada salida recordaba sus manos, tan especiales. Las manos son una parte importante, por su estructura, por su función. Reflejan aspectos de lo que hace y quiere una persona. Las de Yorfanis eran gruesas y fuertes, pero suaves, como cuando uno se toca detrás de la oreja. Me hacían falta, especialmente en las noches, para arrullarme. Después las fui olvidando también, como su rostro, su cara de fotografía. Se fueron perdiendo entre viajes. Salía mucho, del departamento, del país, creo que hasta del mundo. Me llegaban noticias con su voz de adormecer niños, una llamada a deshoras, un monólogo al otro lado del teléfono y mi llanto a este lado. Con el tiempo se fue secando la fuente y acortándose las llamadas, pero las ausencias seguían siempre. La fuerza de la costumbre. La primera vez que lo imaginé muerto regresó desde la tristeza, pero su ausencia se fue a vivir a mi casa luego de un par de años. Ya estoy hablando como él. Lo que es ver tantas películas y vivir en una; me lo imaginaba cercado por una marca de tiza en el asfalto de la calle; luego pensé en el blanco trazo de su silueta sobre el asfalto. Ahora en manchas de sangre. Un día soñé con un zapato y tuve la certeza de que estaba muerto. Ya lo había reportado como desaparecido como cuatro veces y ese día vine segura a reconocerlo, pero también debí retirar la tarjeta del registro pues me llamó a los tres días desde Apartadó. Ojos verdes. Mi abuela dice que los vivos cierran los ojos de los muertos, pero que los muertos nos abren los ojos a los vivos. A mí no hay quien me abra más los ojos, a no ser para que les eche gotas. Que se desaparecía y que no, yo creo que Houdini tenía mucho que aprenderle. Yo me resigné. Incluso de tanto venir con esperanzas las cambié por decepción, ya no sabía cuál sentimiento era cuál. Venía a identificar los restos en las neveras de la morgue esperando encontrarlo. Alguna vez creí que lo que quería era ubicarlo muerto, de una vez, y la frustración de no hallarlo se mezcló con la de saberlo vivo. Que susto, creí que me estaba volviendo loca. Creo que empecé a odiarlo. Ese día decidí ver yo misma los registros fotográficos de los cadáveres y le dije a su padre que vendría sola; que se quedara a cuidar a doña Soledad. Vomité rabia, dolor, frustración y tristeza, pero descansé. Luego salí a comprar flores y lloré un rato en una tumba desconocida, aquí mismo, en el Universal, donde entierran los NNs. Como un duelo con ritual fúnebre. Le dejé un ramo. Para mí se murió ese día, aunque después apareció. Luego de eso se perdía con menos frecuencia, quizás por lo de la enfermedad de ella. No volví a poner el aviso en el diario y dejé la angustia de empapelar las calles con esa foto eterna. Una se cansa, la primera vez busqué en hospitales, inspecciones de policía y sitios que frecuentaba, luego solamente en el hospital más cercano, después nada, directamente a la morgue. Donde lo estaban esperando. Venir acá tras una llamada, para identificar un cadáver que correspondía a la descripción, pero que no era él. Cabello castaño. Y después llegar a la casa y verlo en la casa frente al televisor y también después dejar de saber de él. La enfermedad de su madre nos puso a todos a intentar darle origen en las ausencias del hijo. Yorfanis quería a doña Soledad de un modo extraño, la cargaba entre sus brazos como el hijo que nunca tuvimos, la besaba en la frente y mejillas como a novia adolescente y la miraba sin querer descifrarla. Por ella haría lo que fuera, no me extraña. Era sorprendente verlo cada vez que atendía a su madre y fascinante oírlo hablar de ella, como si doña Soledad fuera un ser distinto al que conocemos. Una vez, soltó una frase de esas extrañas: «Es que me dejó su huella en el único cromosoma X que llevo». No pues, el erudito en ADN, le dije. Fulminó el tema con su mirada. Uno setenta de estatura, sesenta y siete kilos. Ahora que recapacito es cierto, sólo para su madre dejaba de ser desconocido y misterioso; sólo con ella se sentía un niño feliz. Incluso, me atrevo a decir que desde sus primeros movimientos en el útero de su madre, era para la sociedad un NN, de allí su persistencia en querer «ser alguien» creyéndose un don nadie. Las paradojas de la vida, justo en la víspera de Navidad y desapareció por última vez, para lo de la operación. Ponga bien el nombre del donante: Yorfanis, que no se enrede lo del transplante de corazón de doña Soledad porque un novato metió mal el dedo.

miércoles, 14 de mayo de 2008

ESTADO CIVIL: VIUDA




ESTADO CIVIL: VIUDA



Ella sonrió, sus carnosos labios dibujaron una burbuja que explotó llenando el aire con los dispersos pedazos de un liviano beso; mientras su delgada mano se agitaba como palmera, mostrando el ritmo que sus anchas caderas emprenderían luego de su marcha. Su torneado cuerpo adherido a la ajustada ropa parecía luchar por salirse de esos límites perfectos, con la misma fuerza que llegaba el barco al puerto; sus largas y bronceadas piernas iniciaron el ascenso por las escaleras mientras A. contemplaba maravillado aquel espectáculo.


La tarde que llegó a la ciudad para constatar los hechos, antes de hacer firmar los papeles por la beneficiaria, A. notó que la atmósfera concentrada en una de las alcobas de la casona era tan pesada como la maleta que llevó al embarcadero a solicitud de la bella viuda.


De Doña Luna decían algunos que había pasado a mejor vida al contraer matrimonio con el viejo y millonario cascarrabias de Puerto Gibraltar, pequeño y caluroso pueblo, cuyo mayor atractivo era un estuario formado por la desembocadura del pesado río. Mientras otros habitantes de esa aldea con muelle decían que ella había pasado a mejor vida al morir el quisquilloso.


El testamento era concreto. Doña Luna sería una de las herederas si la muerte de R. se daba por motivos naturales. Deducir que Doña Luna tenía derecho a lo suyo no fue tan difícil para A. como conseguir dejar de pensar en ella desde que hablaron a solas en la intimidad de la cocina que Don R. le había decorado a su Luna como si fuera el aposento de una reina.


El gran recinto apenas sí tenía espacio para los utensilios de culinaria: estufa, hornillo y cuanto instrumento para gastronomía habían inventado y estaban por inventar; el decorado fue testigo silencioso del único encuentro de Doña Luna con R., placer que a lo sumo le devino en muerte; y del exclusivo encuentro de Doña Luna con su hijastro, goce que a lo sumo la dejó como única sucesora viva.


No hay muerte más natural que la ocasionada por un paro cardiorespiratorio, dictaminó el médico forense A. al examinar todas las evidencias aportadas tan generosamente por Doña Luna.


La tarde anterior mientras conversaban, ella invitó a A. a cenar, verla preparar el Bisque de jaiba lo sacó de su contemplación a través de la ventana que daba a la playa -una ventana de esas dimensiones y con esa ubicación no la pondría un diseñador sensato en la cocina- pensaba cuando la sintió moverse con agilidad de alcatraz pescando en la cocina: troceaba la jaiba natural con deleite, calentaba la mantequilla con pasión, salteaba la jaiba en la mantequilla dorándola suavemente. Cortaba desenfrenadamente en pequeños trozos cebolla, zanahorias… puerros. Añadía el mirepoix fino con frenesí, agregaba con delirio el coñac y terminaba con un espasmo al flambear.



Tomaba entre sus finas manos el tomate, espolvoreaba la harina, agregaba el fondo y dejaba cocer a fuego suave durante 30 o 45 minutos, mientras acariciaba los instrumentos usados con anterioridad, como dándoles un masaje para insuflarles nuevo vigor. El tiempo pasaba raudo ante los encantos gastronómicos de Doña Luna.



Condimentar. Filtrar todo con paño. Desglasar con cuchara. Refinar con crema. Eran espectáculos que brindaba la señora en su reino natural.



Servir aparte con crutones, tomates naturales y trocitos de jaiba y de limón para decorar fue el éxtasis, y servirlo con un buen chardonnay frío en el balcón de la sala frente al mar, fue la última convulsión.



Sólo alguien experimentado en el arte de la medicina no moriría por falta de aire y taquicardia al estar en la gigante cocina y ver a la voluptuosa viuda con su lasciva mirada; su lujurioso andar y sus concupiscentes y carnosos labios dibujando una burbuja que explota llenando el aire con los dispersos pedazos de un liviano beso. Mientras su delgada mano se agitaba como palmera, mostrando el ritmo que las balas emprenderían luego de dispararle al exhausto comensal.

AMORES


AMORES

Tengo los ojos enfermos,
deslumbrados, de mirarte
día tras día en la mesa,
donde viniste a sentarte,
frente a mi inocencia blanca
de niño con cuerpo grande.

Tengo la boca reseca
y los labios anhelantes
de juntarse con los tuyos,
que enseñan cuando los abres,
esa lengua pequeñita
en su cárcel de corales.

Tengo el sentido perdido
por el ansia de estrecharte
fuerte, fuerte, entre mis brazos
que alguna vez tú tocaste,
entre risas, distraída,
sin saber que en mí dejaste
temblores de pasión y fuego
en la esperanza de amarte.

Tengo febril como el sol
mi cuerpo que busca el tuyo,
tal como el buey busca el yugo
que esclaviza y da pavor,
tu cuerpo, vida y calor,
que no será mío, amor.

Juan José Leiro

Cien sonetos de amor

Pablo Neruda
Cien sonetos de amor

Soneto XXXIX

Pero olvidé que tus manos satisfacían
las raíces, regando rosas enmarañadas,
hasta que florecieron tus huellas digitales
en la plenaria paz de la naturaleza.

El azadón y el agua como animales tuyos
te acompañan, mordiendo y lamiendo la tierra,
y es así cómo, trabajando, desprendes
fecundidad, fogosa frescura de claveles.

Amor y honor de abejas pido para tus manos
que en la tierra confunden su estirpe transparente,
y hasta en mi corazón abren su agricultura,

de tal modo que soy como piedra quemada
que de pronto, contigo, canta, porque recibe
el agua de los bosques por tu voz conducida.

si tomo las hebras...


Carmen Rosa Orozco
Si tomo las hebras...


Si tomo las hebras
y veo las páginas en blanco
como esperando el fulgor
de quien sabe donde
si olvido dialogar con la otra
que he sido yo
olvido el cepillo de peinarme
olvido donde he dejado esto que llaman mi vida
antes era todo tan simple
caminaba siguiendo mis pasos
no había nada que aprender o dilucidar
la carne no tentaba
-una liviandad tan extrema-
Ahora todo pesa
Quisiera pasear
y no ser vista
seguir con esa indiferencia
en donde ya nada aporta un peso
De veras,
nunca he distinguido las gentes las apariencias el sentido
Podría ser alguien o algo
tener una estructura ósea
o una piel radiante
mirarme al sol
y sólo encontrar hermosura
pero hallo una luz
insujetable
No persigo un lenguaje sencillo
nada persigo
Vuelven las montañas, Adrián
Vuelves tú
te obligo a estar allí
pasivo
De nuevo,
me siento entumecida
¿Lo notan?
duré un tanto liberada
él vuelve

Contrariedades


14 MAYO DE 2008

Contrariedades

Alberto Montoya

No te quiero por la costumbre del tiempo,
ni por el miedo a la puerta abierta,
ni por la extrema soledad de tu ausencia,
no te quiero por capricho de mis carencias.

No te quiero por tu olor a selva,
ni por ser maravilla de coral
en el arrecife de mi mar inventado,
no te quiero por ser luz en mi faro.

No te quiero por tu corazón de tierra,
ni por ser la única rosa
en mi jardín abisal y descuidado,
no te quiero porque seas luna y estrella.


No te quiero para el placer y la gloría,
ni para ser muleta,curandera y esposa,
en la tristeza,en las heridas,en el desgarro,
no te quiero porque seas mariposa.

No te quiero por la fértil sementera
ni por la mágica mixtura
de sexos,salivas,brazos y piernas,
no te quiero por ser madre paridora.

No te quiero por darme un portal,
ni por el ofrecimiento de tu cama y mesa,
ni por la suerte de ser tu caballero,
no te quiero por ser sol y poeta.

Si te quiero y asi sea
fue porque un dia te sentí imperfecta,
mineral,galáctica,terrena.

Si te quiero y así sea fue por que quise que fueras
mi compañera por esos caminos que van
indistintamente de la vida a la muerte.

Si te quiero y asi sea es por esa fe infinita,
por encarnar sin traiciones ni renuncias
el destino,las rabias y alegrías de ser seres humanos.

Una alterada primavera juega en nuestro tejado


8 de mayo 2008
Una alterada primavera juega en nuestro tejado
Alberto Montoya


Nos toca revolver la ceniza,
el dormitar del peso de lo logrado
en la inercia del acomodo,
en la herencia diaria
del resurgir de lo cansado.

De vuelta a la ignorancia,
al anonimato del saber,
al trasiego de dolores y tristezas
que la azarosa casualidad nos dejó
en la pupila del quehacer.

Otra vuelta de tuerca
en el centrifugado de la acción,
otro escarbar en el resquicio
de horarios y deseos,
otro picotear en las carencias.

Se cumplen y se incumplen
los decretos de la felicidad,
los llamados de la voluntad
y pagamos prenda en la necesidad
de desordenar el orden aprendido.

Dame unos metros más de tu cansancio,
saca de mí esta suma masiva de años
que me nubló el andar y la sién
y en la lección de las distancias
déjame poner en tu pizarra un nuevo ideario.

Nos toca darle color a esta alterada primavera,
calmar el dolor de rodillas y entendederas,
hacer revolución en el reposo de la siesta
y en el intercambio de roles y deberes
devolverle al beso y a las sábanas su querencia.

Que entre lo viejo y lo próximo
hay un puente de tormentas,
y hay un resplandor de flores en el tejado
aunando sudores,voluntades e intenciones,
nueva estatura para el amor y la conciencia.


14 MAYO DE 2008

No te quiero por la costumbre del tiempo,
ni por el miedo a la puerta abierta,
ni por la extrema soledad de tu ausencia,
no te quiero por capricho de mis carencias.

No te quiero por tu olor a selva,
ni por ser maravilla de coral
en el arrecife de mi mar inventado,
no te quiero por ser luz en mi faro.

No te quiero por tu corazón de tierra,
ni por ser la única rosa
en mi jardín abisal y descuidado,
no te quiero porque seas luna y estrella.


No te quiero para el placer y la gloría,
ni para ser muleta,curandera y esposa,
en la tristeza,en las heridas,en el desgarro,
no te quiero porque seas mariposa.

No te quiero por la fértil sementera
ni por la mágica mixtura
de sexos,salivas,brazos y piernas,
no te quiero por ser madre paridora.

No te quiero por darme un portal,
ni por el ofrecimiento de tu cama y mesa,
ni por la suerte de ser tu caballero,
no te quiero por ser sol y poeta.

Si te quiero y asi sea
fue porque un dia te sentí imperfecta,
mineral,galáctica,terrena.

Si te quiero y así sea fue por que quise que fueras
mi compañera por esos caminos que van
indistintamente de la vida a la muerte.

Si te quiero y asi sea es por esa fe infinita,
por encarnar sin traiciones ni renuncias
el destino,las rabias y alegrías de ser seres humanos.

Las palabras perdidas


Gonzalo Márquez Cristo
Las palabras perdidas


Alguien descifra la escritura de la lluvia y sin embargo no puede escapar.

Un alud de imágenes nos extravía la palabra; acudimos al grito y al llanto, a veces a la indiferencia, pero sabemos que necesitamos de la guerra para ser inocentes.

Todo lo ha ofrendado la ceniza.

Desde que desterramos a la noche desaparecieron las más profundas alianzas y nuestros perseguidores pueden encontrarnos.

Una herida siempre recuerda la vida, todo nacimiento procede de su túnel. Un árbol arde en nuestros ojos de agua.

La verdad –es decir lo prohibido–, impone su reino de terror... y hemos decidido habitarlo con las manos entrelazadas.

Creímos que la poesía nos enseñaría a morir...

Persistimos... Con frecuencia hacemos la extraña sonrisa del miedo. Si huimos, la soledad convertirá a alguien en víctima. Por eso la palabra se pasa de mano en mano para construir una morada invisible.

A veces para sobrevivir renunciamos al conocimiento.

Y cuando todos duermen escribimos... Pero un poema es el fósil de un sueño, el cadáver de un dios...

¿Aún podremos salvarnos?

Alguien me habló de Heraud…

esto lo escribió mi mamina cubana..
cuánto te quiero!

Simplemente, alguien mencionaba hoy al joven poeta peruano Javier Heraud, que junto a otro peruano, Alejandro Romualdo, al mexicano Efraín Huerta y al ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, me ayudaron, en una triste etapa de amores desdeñados, a sobrevivir -de mano de sus versos-, a hacerme mejor persona, a crecer como ser humano y a afiliarme, decidida y definitivamente, a las huestes de la poesía y la utopía... años en que otro poeta, que en vez de declamar cantaba, me amarro definitivamente a la América Latina...

Hoy, alguien muy querido para mi mencionó a Heraud y retomé un pequeño cuaderno de la colección La Honda, de la siempre genial Casa de las Américas... cuadernos que han anclado en mi alma y me he negado a abandonar en medio de debacles, de tsunamis sentimentales o de acuciantes necesidades del bolsillo... y releí -rápidamente, de salto en salto de verso subrayado- los poemas de Javier Heraud... y me salió del alma esto que ahora les entrego...
Gracias, Perú, que no sólo me viste transitar quién sabe cuando por Machu Picchu, si no que me regalaste hijos, hermanos, y tus poetas que se han grabado en mi corazón más fuertemente que las líneas de Nazca.
Rosa, siempre vuestra Polilla y estos versos para ustedes...

oo00oo

Alguien me habló de Heraud…

Hay libros que no deben abrirse
por que es como abrir una llaga en el costado.

Hay libros a los que uno regresa
y te atrapan
y te llevan
a aquel exacto instante en que,
por vez primera,
subrayaste algunos versos
que sentías como tuyos.
Hay libros, hay poetas, hay poemas…

¿Acaso no fui yo la que escribí
tempranamente,
hace hoy solamente 30 años,
"uno está siempre
compuesto
de un trozo de muerte y de
camino
y uno siempre es río,
o canto,
o lágrima cubierta"

Alguien me hablaba hoy
de alguien sencillo,
de un poeta que cumplió su sino
-siempre se mueren jóvenes
los ángeles poetas-

Un joven que vivió y murió,
pero entre trino y trino
luchó e hizo poemas,
y amo a Cuba
como Cuba lo amó.
Alguien que conocí
en un pequeño libro
y en las tardes tristes de
un agosto de 1977
vivió conmigo,
durmió conmigo
secó mis lágrimas.

Las mismas lágrimas que hoy derramo
por el recuerdo de aquellas tardes
y por que ahora sé
qué es morir por la Patria
y por la vida.

Gracias, Javier Heraud
que no tuviste miedo de morir
entre pájaros y árboles.

El tiempo, la distancia

El tiempo, la distancia

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro,
(www.cubanet.org)


Waldo Leyva fue mi amigo. Ya no nos vemos nunca. Siquiera sé si alguna tarde nos recordamos, si hablamos uno del otro con amor o rencores. Dos hombres que se encuentran son un universo convulso con rincones gemelos, con huracos dispares; y son también la misma nimiedad que espera perpetuarse. El tiempo, la distancia, los perfila y compone, los ubica y desecha, los encumbra o sepulta, pero el punto donde una vez concurrieron, donde se cruzaron sus azares se torna cipo caminante que confunde la memoria, ya para ennoblecerla o prostituirla, porque, al fin, se conoce -se aprende- que no hay más perpetuidad que la nobleza del instante en que dimos el abrazo o la bofetada. Los odiadores, los resentidos vituperan la memoria, los que disfrutan su verdadero, exacto sitio, la engalanan. Yo voy a hablar del amigo que fuimos.

Conocí a Waldo Leyva hace más de treinta años. Estábamos hechizados entonces. La vara del prestidigitador nos había, supuestamente, fabricado un destino. No sospechábamos entonces que el despertar sería tan patético. Los estoicos se aferraron a seguir creyendo en el hechizo, aún después de descubierto el truco; los ingenuos sufrimos una conmoción que nos separó del prodigio, ya sabíamos que sólo se trataba de un juego de manos, y a los ingenuos les cuesta mucho dolor saber que se les ha hecho trampas. Quizás, ahí, divergimos.

Cuando nos conocimos era "una raya articulada / que respira / que enseña los dientes / que bosteza". Enteco, alegre, bondadoso, se ganaba las muchachas y los amigos. Quizás jugábamos a la felicidad, a que todo marchaba muy bien, a que teníamos un sitio asegurado en el friso que mandarían a construir a nuestras memorias. Hoy sabemos, él lo dice desembozadamente, que "Yo nunca fui feliz. He buscado desesperadamente la felicidad. (...) Ha sido inútil. No soy feliz y aquellos que me tocan tampoco pueden serlo". Porque, al fin comprendió que "Una fría oscuridad ni siquiera soñada / convertirá en un ojo negro / al universo más hermoso del espacio sin fondo" y "Nada, ni lo que escribo ahora, me salvará".

Ya no es aquel muchacho desenfadado que creía en el futuro. Hoy es un señor con muchas canas y cierto atildamiento que dice sus poemas por la televisión aún cuando, ayudado por Lezama, descubrió que "lo acecha esa mueca de olvido programado, / la astuta indiferencia, el gesto calculado, / ese silencio nuestro tan pérfido y rocoso". Y es que Waldo Leyva no cesa. De alguna manera se convenció, como Hemingway, que "Un hombre puede ganar o perder muchas batallas / pero sólo será realmente derrotado / cuando no sea un sueño quien levante la espada". Y en eso seguimos coincidiendo, seguimos soñando, seguimos levantando la espada, aunque nuestras visiones sean diferentes.

Pero más que nuestras coincidencias o divergencias me une a este poeta la belleza de los recuerdos. Lo vi durante muchos años dedicarle más tiempo a sus quimeras de promotor cultural que a la poesía -escrita, que de la vivida hizo mucha. En cada acto de su vida, ya como profesor en la Universidad de Oriente, ya como organizador de centros de estudios, ya como editor de revistas y libros, puso siempre la poesía sencilla que lo puebla. Waldo Leyva no es un poeta de mucha cetrería metafórica ni espectacularidades del lenguaje, no gusta de los juegos de palabras ni las ingeniosidades vacías. Va al concepto, a la esencia depurada, al verso limpio y decidor. Aunque fabricante de exigentes estructuras, como el soneto o la décima, en las cuales se desenvuelve con la gracia de la mejor tradición hispana, no es el continente lo que desvela al poeta, va más al contenido, sin descuidar, ni por asomo, la forma perfilada expresiva en sí misma.

Mas, ¿por qué digo a estas alturas de la poesía de Waldo Leyva las cosas que, seguramente en corrillo más íntimo, ya dije alguna vez? Pues el motivo es simple: acaba de aparecer por la colección Contemporáneos de Ediciones Unión el libro La Distancia y El Tiempo, una especie de antología personal que agrupa la mayor parte de la obra poética de Waldo Leyva, y quise hacerle saber a este amigo distante que ni la distancia ni el tiempo ni las divergencias políticas me privarán nunca de degustar la poesía cuando es auténtica, y compartir con los demás ese regusto sustancioso y agradable que deja la lectura de un buen libro.


LA DISTANCIA Y EL TIEMPO

Tú estás en el portal, apenas has nacido
caminas hacia el mar y cuando llegas:
tienes el pelo blanco y la mirada
torpe.

Desde a costa se ven las tejas rojas de la casa.
Si quieres
regresar, ya no es posible;
a medida que avanzas se borran los caminos.

Tu camisa de niño aún está húmeda
y veleta de abril en el cordel
indica para siempre la dirección del viento.

Qué gastadas las uñas,
qué frágil la memoria,
qué viejo tu zapato por la arena.

Waldo Leyva

 
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