DESAFÍO A LA VEJEZ / gioconda belli


Cuando yo llegue a vieja
--si es que llego--
y me mire al espejo
y me cuente las arrugas
como una delicada orografía
de distendida piel.
Cuando pueda contar las marcas
que han dejado las lágrimas
y las preocupaciones,
y ya mi cuerpo responda despacio
a mis deseos,
cuando vea mi vida envuelta
en venas azules,
en profundas ojeras,
y suelte blanca mi cabellera
para dormirme temprano
--como corresponde--,
cuando vengan mis nietos
a sentarse sobre mis rodillas
enmohecidas por el paso de muchos inviernos,
sé que todavía mi corazón
estará rebelde-- tictaqueando
y las dudas y los anchos horizontes
también saludarán
mis mañanas.

martes, 3 de marzo de 2009

creí pasar el tiempo / claribel alegría


Creí pasar mi tiempo
amando
y siendo amada
comienzo a darme cuenta
que lo pasé despedazando
mientras era a mi vez
des
pe
da
za
da.

DATOS PERSONALES / Claribel Alegría


Tengo un metro cincuenta de estatura.
Ojos color castaño.
¿Me atreveré a reír,
a preguntar,
a destruir la armadura que me han puesto
y a gritar de vergüenza?
Sé leer y escribir,
mas no he podido aún olvidar mis rencores.
Nunca estuve en la cárcel.
¿A qué tantas contraseñas
si es más difícil que antes conocernos?
Por las noches me duele lo que he dicho.
En sueños me disfrazo.
vivo un papel absurdo
del cual olvido el texto.
Me identifica un número y me ahogo de sed.
Pero a pesar de todo surge el canto
y no saben qué hacer en las aduanas
y lo dejan salir.

Etiqueta y prelaciones / julio cortázar

Siempre me ha parecido que el rasgo distintivo de nuestra familia es el recato. Llevamos el pudor a extremos increíbles, tanto en nuestra manera de vestirnos y de comer como en la forma de expresarnos y de subir a los tranvías. Los sobrenombres, por ejemplo, que se adjudican tan desaprensivamente en el barrio de Pacífico, son para nosotros motivo de cuidado, de reflexión y hasta de inquietud. Nos parece que no se puede atribuir un apodo cualquiera a alguien que deberá absorberlo y sufrirlo como un atributo durante toda su vida. Las señoras de la calle Humboldt llaman Toto, Coco o Cacho a sus hijos, y Negra o Beba a las chicas, pero en nuestra familia ese tipo corriente de sobrenombre no existe, y mucho menos otros rebuscados y espamentosos como Chirola, Cachuzo o Matagatos, que abundan por el lado de Paraguay y Godoy Cruz. Como ejemplo del cuidado que tenemos en estas cosas bastará citar el caso de mi tía segunda. Visiblemente dotada de un trasero de imponentes dimensiones, jamás nos hubiéramos permitido ceder a la fácil tentación de los sobrenombres habituales; así, en vez de darle el apodo brutal de Anfora Etrusca, estuvimos de acuerdo en el más decente y familiar de la Culona. Siempre procedemos con el mismo tacto, aunque nos ocurre tener que luchar con los vecinos y amigos que insisten en los motes tradicionales. A mi primo segundo el menor, marcadamente cabezón, le rehusamos siempre el sobrenombre de Atlas que le habían puesto en la parrilla de la esquina, y preferimos el infinitamente más delicado de Cucuzza. Y así siempre. Quisiera aclarar que estas cosas no las hacemos por diferenciarnos del resto del barrio. Tan sólo desearíamos modificar, gradualmente y sin vejar los sentimientos de nadie, las rutinas y las tradiciones. No nos gusta la vulgaridad en ninguna de sus formas, y basta que alguno de nosotros oiga en la cantina frases como «Fue un partido de trámite violento», o: «Los remates de Faggiolli se caracterizaron por un notable trabajo de infiltración preliminar del eje medio», para que inmediatamente dejemos constancia de las formas más castizas y aconsejables en la emergencia, es decir: «Hubo una de patadas que te la debo», o: «Primero los arrollamos y después fue la goleada». La gente nos mira con sorpresa, pero nunca falta alguno que recoja la lección escondida en estas frases delicadas. Mi tío el mayor, que lee a los escritores argentinos, dice que con muchos de ellos se podría hacer algo parecido, pero nunca nos ha explicado en detalle. Una lástima.

http://www.juliocortazar.com.ar

El fuego de la muerte / Ricardo Luis Plaul



El hombre se apoderó del fuego
de los dioses y se convirtió en demonio.
Fuego convertido en misiles,
Fuego de odio, fuego de codicia.
Avanza serpenteando en la cocina imperial,
cambia sus máscaras para no ser reconocido,
pero es la misma muerte de Vietnam, Irak
Afganistán o Gaza.
En la nuca del tiempo
hay un halcón saboreando
su destino de gloria,
mientras el vientre
de la pobreza abre sus entrañas
al fuego de metralla.
Despojos de humanidad
quedan en las calles
y el fuego sagrado se apaga
en los ojos de un niño.
La paz es una palabra
que el poder escribe
con sangre.
(Especial para ARGENPRESS CULTURAL)

 
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