En el noroeste de Mongolia todo el mundo se muere, pero las personas no mueren. Se lo dice el papá a Nansa, una niñita de ojos rasgados en un redondo rostro de manzana.
El budismo los provee de un inagotable círculo de vidas que el alma recorre pasando de un arbusto a un camello, de un camello a un buitre, saltando de ser a ser, hermanando plantas, animales y seres humanos en un hálito eterno que se manifiesta multiforme y vital. La muerte no tiene más relevancia que el cruce de un umbral. No angustia ni aterroriza. Los niños sólo sienten la curiosidad de quien se pregunta qué vestido usará mañana, qué abrigo le tocará en el invierno próximo.
Pero no todas las vidas son iguales. Las personas poseemos una fineza de percepción, la capacidad de razonar y sentir con mayor agudeza que un yak o una cabra. Esos atributos son invalorables.
Podemos, también, mirar las estrellas, contar historias, acariciar un perro dormido. Somos capaces de amar.
Volver a pisar el mundo como un ser humano es un privilegio.
Una anciana recibe en su yurta a la niña que se ha mojado en la lluvia. Toma un cazo con arroz, una aguja larga, y con la aguja en una mano derrama sobre ella puñados de arroz que caen como lluvia blanca. Le pide a la niñita que le avise cuando un grano caiga sobre la punta de la aguja. Puñado tras puñado, la atenta mirada no logra encontrar que el milagro acontezca.
La pequeña mujer arrugada y sonriente le cuenta a la niña que en el mundo existen infinidad de seres, y que la posibilidad de reencarnarse en una persona es tan remota como la de que un grano de arroz caiga en la punta de la aguja. Así de esquivo es el milagro, así de difícil es ser un ser humano, y es por eso que cada vida humana es inapreciable.
Ha de celebrarse, entonces, la vida humana. Y respetarla con la devoción con la que se preserva un frágil fuego en medio de la noche.
Lo dicen los mongoles, allá por donde China y Rusia se confunden. Nos lo cuenta la directora Byambasuren Davaa, que quiso que su pueblo narre a través de sus filmes esa forma de vivir, sentir y explicar el universo.
Ellos, los mongoles budistas que creen en un eterno pasaje de vidas, reverencian la maravilla de ser una persona y de tener la suerte de pertenecer por unos años al género humano. Nosotros, que no prestamos fe a historias de reencarnaciones, que creemos que esta vida es única, despreciamos a nuestros semejantes y no honramos el maravilloso don de la humanidad que se nos ha concedido y reside en nosotros.
Mancillamos el milagro, desperdiciamos la esquiva oportunidad de ejercitar los dones que nos fueron hechos. Si podemos amar, si podemos mirar la luna, si podemos narrar historias; entonces es nuestro deber hacerlo y por tanto, como lo cantó Eladia Blázquez, honrar la vida.
El budismo los provee de un inagotable círculo de vidas que el alma recorre pasando de un arbusto a un camello, de un camello a un buitre, saltando de ser a ser, hermanando plantas, animales y seres humanos en un hálito eterno que se manifiesta multiforme y vital. La muerte no tiene más relevancia que el cruce de un umbral. No angustia ni aterroriza. Los niños sólo sienten la curiosidad de quien se pregunta qué vestido usará mañana, qué abrigo le tocará en el invierno próximo.
Pero no todas las vidas son iguales. Las personas poseemos una fineza de percepción, la capacidad de razonar y sentir con mayor agudeza que un yak o una cabra. Esos atributos son invalorables.
Podemos, también, mirar las estrellas, contar historias, acariciar un perro dormido. Somos capaces de amar.
Volver a pisar el mundo como un ser humano es un privilegio.
Una anciana recibe en su yurta a la niña que se ha mojado en la lluvia. Toma un cazo con arroz, una aguja larga, y con la aguja en una mano derrama sobre ella puñados de arroz que caen como lluvia blanca. Le pide a la niñita que le avise cuando un grano caiga sobre la punta de la aguja. Puñado tras puñado, la atenta mirada no logra encontrar que el milagro acontezca.
La pequeña mujer arrugada y sonriente le cuenta a la niña que en el mundo existen infinidad de seres, y que la posibilidad de reencarnarse en una persona es tan remota como la de que un grano de arroz caiga en la punta de la aguja. Así de esquivo es el milagro, así de difícil es ser un ser humano, y es por eso que cada vida humana es inapreciable.
Ha de celebrarse, entonces, la vida humana. Y respetarla con la devoción con la que se preserva un frágil fuego en medio de la noche.
Lo dicen los mongoles, allá por donde China y Rusia se confunden. Nos lo cuenta la directora Byambasuren Davaa, que quiso que su pueblo narre a través de sus filmes esa forma de vivir, sentir y explicar el universo.
Ellos, los mongoles budistas que creen en un eterno pasaje de vidas, reverencian la maravilla de ser una persona y de tener la suerte de pertenecer por unos años al género humano. Nosotros, que no prestamos fe a historias de reencarnaciones, que creemos que esta vida es única, despreciamos a nuestros semejantes y no honramos el maravilloso don de la humanidad que se nos ha concedido y reside en nosotros.
Mancillamos el milagro, desperdiciamos la esquiva oportunidad de ejercitar los dones que nos fueron hechos. Si podemos amar, si podemos mirar la luna, si podemos narrar historias; entonces es nuestro deber hacerlo y por tanto, como lo cantó Eladia Blázquez, honrar la vida.
0 Comments:
Post a Comment