Los médicos cardiólogos tenemos el instinto de la actualización más desarrollado que cualquier otro profesional de las ciencias médicas. Es prácticamente permanente la asistencia a eventos científicos, desde simples conferencias hasta todo un congreso internacional para tratar de estar al día con los últimos conocimientos del área de la cardiología. Es obvio que también esas jornadas sirven para estrechar lazos de amistad y disfrutar de las comodidades de un resort hotelero, una playa o simplemente desconectarnos de un trabajo que agota y embota los sentidos, como con frecuencia ocurre en los medios hospitalarios.
Fue en un congreso centroamericano y del Caribe cuando las cosas se salieron de cauce y en lugar de esparcimiento, un grupo vivimos una experiencia anómala y de verdad peligrosa. Es posible que el doctor Rafael Contreras no quiera recordar esos días en los que estaba al frente de la organización del congreso. Era el presidente de la sociedad centroamericana y del Caribe de cardiología.
Estábamos a finales octubre del año 2004. La temporada ciclónica de ese año había sido una calamidad. Por suerte los partes meteorológicos anunciaban un respiro, una especie de tregua de la naturaleza. A inicios de mes la zona este de República Dominicana había estado a merced de vientos y tempestades que hacía impensable ligar ciencia médica con hoteles. Pero el destino se puso de parte del doctor Contreras y la claridad solar hizo acto de presencia en el firmamento oriental dominicano. El congreso internacional, pautado desde hacía más de un año, parecía que podía contar con la benevolencia climática y los ánimos organizadores se calentaron. La popular frase se hizo presente en boca de Contreras.
-¡El congreso va!
Obvio, cuando ya se ha avanzado una millonaria suma de dinero al Hotel Barceló de Punta Cana, cualquier buen gesto de la naturaleza anima cualquier ánimo. Y de verdad, salvo que débiles aguaceros, el sol anunciaba que estaba de nuestra parte. Los caminos y puentes lesionados estaban siendo reparados y a una escasa semana del evento las oraciones del medio ateo doctor Contreras estaban llegando nítidas donde el señor de arriba. Claro, ese señor de arriba al parecer se había olvidado que su enrabado enemigo, con todo y cuernos estaba tejiendo otra cosa, bastante endiablada.
Por fin llegó el fin de semana del primer Congreso Centroamericano y del Caribe de Cardiología. No apareció ningún ciclón nuevo, ni siquiera una necia tormentita tropical. Es más, ni siquiera una depresión –nombre que usan los que saben de eso-asustaba en el firmamento. Era una raquítica pero molestosa llovizna que empezó a caer, y no en la zona hotelera, ni en pueblo alguno, sino en las cabeceras, en las lomas orientales.
En la capital, en medio de una tarde de lujo, con un sol radiante y una tenue brisa acariciadora me tocó abordar un lujoso bus de la empresa Merk, en el que también iban a viajar la mayoría de los conferencistas centroamericanos, muchos de ellos con sus esposas. La camaradería, el ánimo fiestero y la hermosa vista hacia el litoral marino, obligó a una parada en Boca Chica. Un restaurante de piso enmaderado sobre las aguas de mar, con comida caliente y todas clases de bebidas sirvió de escenario para hablar y hablar, contar historias, vivencias, hablar de deportes y política, en fin, parecía que nadie quería salir de allí. Duramos como dos horas en aquel idílico lugar. El sol inició su proceso amarilloso y el atardecer decía que debíamos irnos. Ya era seguro que llegaríamos a Punta Cana muy entrada la noche negra.
--------0--------
-Señores médicos, tendremos que tomar la ruta de El Seybo. El paso por La Represa, en Chavón, está bloqueado. El puente se cayó.
Quien así hablaba, micrófono en manos, era Nelly, una hermosa mujer representante de Merk dominicana, ante un hecho inesperado pero nada alarmante. Simplemente haríamos un desvío más al norte del camino habitual y un retraso de treinta o cuarenta minutos. Total, ya estábamos resignados a llegar tarde al hotel. Ninguno de los médicos centroamericanos mostró inconformidad alguna, más bien lucían alegres por el agradable ambiente que se continuó viviendo dentro del vehículo, donde las historias y chistes de todos los colores no dejaban espacio para el aburrimiento ni el fastidio.
El viaje cambió nuevamente, pero esta vez no solamente de rumbo, sino de ánimo. Corrió la noticia de que el puente hacia El Seybo acababa de caerse. La reparación que se le hizo no había sido eficiente y sus aproches terminaron colapsando. El pesar empezó a asomarse cuando tuvimos que detenernos detrás de una larga hilera de vehículos, todos haciendo una maniobra incómoda: tratando de abrirse paso de reversa. Los postreros debían retroceder para que los delanteros pudieran tomar un viejo camino en malas condiciones, en dirección precisamente a la zona de La Represa. Nelly recibió instrucciones vía telefónica y debía comunicárnosla de la manera más ecuánime posible.
-Señores médicos, retornaremos a La Represa, sobre el río Chavón.
No había porqué atemorizarse; de acuerdo a la bella Nelly lo lamentable era la pérdida de tiempo por los desvíos tomados. Íbamos a retomar el camino original pero cortando por el camino en malas condiciones ya mencionado. ¿Peligrosidad? Ninguna. En ningún momento se mencionó la palabra peligro, pero empezó a merodear cuando supimos de algo así como ´´paso crítico´´.
-Dejaremos el autobús y cruzaremos a pié. Se ha construido un camino seguro sobre el río. Sólo en la mitad habrá un pequeño paso crítico, donde nos mojaremos los pies. Del otro lado nos espera otro autobús.
-¡coño que vaina!
No lo dije para que me oyeran, simplemente se me salió de los dientes. Simplemente que ese río siempre me había parecido ancho por la impresión que ejercía la represa sobre su lomo. Hacía un buen rato que no se oían chistes ni cuentos. De verdad todos queríamos llegar a nuestro destino de una vez por todas.
Era justo las doce de la noche cuando llegamos al lugar de la criticidad. Era un panorama dantesco. El puente derribado lucía como un dragón de varios dorsos. A escasos metros río abajo cuadrillas de trabajadores habían improvisado sobre las aguas un estrecho paso de pesados tablones sobre los que había que caminar. Al mismo tiempo debíamos sostenernos de una soga para mantener el equilibrio y no caer a las corrientes. Me parecía que la estructura sobre la que caminaríamos no era confiable. Por suerte un amplio farol iluminaba como un sol el panorama. En un momento pensé en mis dos pequeños varones Gabriel y José Ernesto, de seis y siete años, quienes hasta el último momento estaban reclamando su derecho al viaje. Casi lo lograban de no ser por resistencia de su madre. Con ellos no me hubiese atrevido a pasar por allí. Las noticias de los desórdenes climáticos de la zona me permitieron a mí solo emprender el viaje.
-Quítense los zapatos y pasen descalzo.
No sé qué me impulsó a ser el primero en cruzar. La prudencia hizo que no me descalzara. Era preferible dañar los zapatos y no arriesgarme a una cortadura. Me lancé sobre el improvisado camino sin pensarlo dos veces, pero antes debí negociar. Pocos seres tienen la inventiva de los dominicanos. A esa hora había un grupo de individuos, verdaderos lobos de río, sacando ganancias de la situación. Cobraban un dineral por cargar maletas, bultos y mochilas para que uno pudiera agarrarse de la cuerda con las dos manos.
- Agárrese bien don, camine y no mire pa'bajo.
El inicio la caminata fue fácil, aunque sorteando algunos chorros de agua que lograban saltar sobre algún tablón. Detrás de mí una procesión de médicos, cruzábamos temerosos y en fila india el río Chavón. Justo a la mitad de camino estaba el paso crítico. Consistía en varios tablones hundidos varias pulgadas en el agua. Con la vista al frente debíamos sentir la pisada bajo el agua, pero encima de la madera, de modo tal que con el tacto de los pies seguiríamos una senda segura. Sentía el río tratando de sacar mis pies del sendero seguro. A nivel de los tobillos me llegaba el agua. Algo raro empecé a observar: el paso crítico se estaba alargando ¡el río estaba subiendo de nivel! Detrás se oían voces piadosas.
-¡gen de la Altagracia, cuídanos!
La virgen de la Altagracia era de esos lugares –de Higuey-, y oyó los ruegos pero no por completo. Supimos que en la lomas ya no estaba cayendo una necia llovizna, sino un torrencial aguacero. Las aguas estaban a subiendo de nivel en Chavón, justo al paso de nosotros. Al llegar a la otra orilla el agua había subido hasta la mitad de mis piernas, pues los tablones se hundían cada vez más. Unos brazos desconocidos completaban mi llegada y aguardaban a los que iban llegando detrás de mí. Eran hombres del lugar, conocedores de la bravura del río. Una expresión me congeló desde la cabeza a los pies.
-¡Se está desbaratando el paso!
Cuando retorné la mirada al río la impresión casi me descompone. Los médicos, sus acompañantes y los empleados de Merk, además de los lugareños cargados de equipajes, caminaban desesperados sobre unos tablones que ya casi no se veían y un río en franco crecimiento. En el otro extremo, por donde habíamos empezado la travesía, los tablones habían desaparecidos. No supe de dónde, con las manos en la cabeza, me salió el misticismo con otro ¡gen de la Altagracia! El punto crítico, donde el agua me había llegado a los tobillos, ahora atacaba a los demás justo en sus caderas, ¡si se mantenían encima del tablón! Una caída al agua era una segura sentencia de muerte. El río aullaba como un animal salvaje sobre el paso improvisado, queriendo tragárselo con todo y ocupantes. La desesperanza me desesperaba, la impaciencia, y el miedo estaba minando mi existencia; no podía tranquilizarme hasta lograr ver la llegada sano y salvo, uno a uno, de los colegas. De verdad que el corazón se me atropelló en un galope alocado al pensar en el ahogamiento de un médico extranjero, lejos de su tierra. Iban llegando, llegando y llegando, en medio del pánico. Lo estaban logrando con la ayuda de aquellos veteranos de Chavón. Solo una voz siniestra, desde atrás, me sacó de la zombiedad en que había caído.
-Don, son cien pesos…
El grupo entero llegó a la orilla sano y salvo, con expresión de espanto. Me sentía avergonzado por la experiencia que les estábamos brindando a tan distinguidos invitados. La suerte, el destino, la dicha, no sé, Dios, la Virgen, el Niño Jesús, hicieron que no se perdiera una sola vida. El otro autobús estaba a la espera y en unos veinte minutos, muchos descalzos, sucios de lodo y con los zapatos en las manos, abordamos el vehículo. Era algo raro: los médicos de fuera lucían contentos y habían asumido aquello como una aventura para ser contada después. Nos alejamos dejando atrás el farol encendido y un río que bramaba con furia, al quedarse sin una sola presa para sus entrañas.
Llegamos al hotel casi a las dos de la madrugada. Parecíamos un grupo de harapientos acogidos por un refugio. El agua caliente y un par de cervezas nos retornaron a la dulce realidad. El surrealismo quedaba atrás…por un par de días.
--------0-------
El congreso, en medio de lamentaciones y hechos vandálicos, -se produjeron varios robos en algunas habitaciones- fue exitoso y culminó con una fiesta amenizada por la mejor orquesta de baile de República Dominicana, Los Hermanos Rosario. Recuerdo además el detalle de la gran cantidad de viagra que se repartió allí.
El retorno a Santo Domingo, para la mayoría, no fue traumático. La ruta por El Seybo estaba reparada y por allí circularon todos los autobuses que regresaban cargados de médicos cardiólogos e internistas de todo el país. Un pequeño grupo no tomó esa vía. La empresa Merk se sintió en el deber de retornarnos por otra vía.
-¿Supieron? Nos vamos por avión a la capital.
Bueno, la verdad era que esperábamos retornar sin dificultades, por el medio que fuese. Si era por avión, mucho mejor. Claro, cuando se dice ´´por avión´´, uno siempre piensa en por lo menos un Boeing 727, o algo así por el estilo. Un Air Bus era mucho pedir, pero un 727 no estaba nada mal.
Era la primera vez que visitaba el aeropuerto de Punta Cana, de uso casi exclusivo para turistas. Varios aviones grandes aguardaban en la pista. De seguro uno de ellos era el nuestro. Luego de una breve espera, nos llevaron por un pasillo que más bien nos alejaba de las aeronaves. Salimos a una especie de patio trasero y ya fuera, nos dirigimos hacia un rincón nada elitista del aeropuerto, a un sitio donde nos esperaban ¡dos pequeñas avionetas, de quince pasajeros cada una!
-¡Andapalcarajo!
Aunque me sentía ser un veterano de aviones, nunca me había montado en una avioneta. Las historias de vuelos en ese tipo de aeronave no eran muy atractivas, por lo frágil que aparentemente son.
-Que sea lo que Dios quiera.
Todos estábamos dispuestos a irnos en cualquier cosa, con tal de salir de esa aventura y llegar a casa lo más pronto posible. Abordamos y ocupamos los quince asientos. Ambas avionetas estaban al tope de capacidad, además atiborradas de equpajes. Un grupo quedó fuera, a la espera del retorno. El viaje era corto, de no más de veinticinco minutos.
Despegamos con buen clima y en pocos minutos estábamos como en el río: con el corazón el la boca. Chichigua es el nombre que le damos al papalote en nuestro país. Era en una chichigua que estábamos montados. El aparato parecía no tener capacidad para sostenerse y la sensación de montaña rusa, a unos diez mil pies de altura, era insoportable. El sudor frío y el estómago lleno de mariposas hacían insoportable aquello. En cada sacudida parecía que nos íbamos a pique, para luego subir, y luego otra bajada brusca. En 23 minutos infernales aterrizamos, no en Herrera, sino en Las Américas, dando por terminado aquel congreso de angustias.
Sólo un médico jablador y mentiroso como el doctor Castrano Barceló habló de forma muy seria.
-Para mí eso no fue nada. Yo estoy acostumbrado a las avionetas, visito pacientes ricos y lejanos todos los fines de semana.
Pocos minutos después, el muy maldito estaba discutiendo acaloradamente con un taxista por unos míseros diez pesos en la diferencia entre la oferta y la demanda.
Fue en un congreso centroamericano y del Caribe cuando las cosas se salieron de cauce y en lugar de esparcimiento, un grupo vivimos una experiencia anómala y de verdad peligrosa. Es posible que el doctor Rafael Contreras no quiera recordar esos días en los que estaba al frente de la organización del congreso. Era el presidente de la sociedad centroamericana y del Caribe de cardiología.
Estábamos a finales octubre del año 2004. La temporada ciclónica de ese año había sido una calamidad. Por suerte los partes meteorológicos anunciaban un respiro, una especie de tregua de la naturaleza. A inicios de mes la zona este de República Dominicana había estado a merced de vientos y tempestades que hacía impensable ligar ciencia médica con hoteles. Pero el destino se puso de parte del doctor Contreras y la claridad solar hizo acto de presencia en el firmamento oriental dominicano. El congreso internacional, pautado desde hacía más de un año, parecía que podía contar con la benevolencia climática y los ánimos organizadores se calentaron. La popular frase se hizo presente en boca de Contreras.
-¡El congreso va!
Obvio, cuando ya se ha avanzado una millonaria suma de dinero al Hotel Barceló de Punta Cana, cualquier buen gesto de la naturaleza anima cualquier ánimo. Y de verdad, salvo que débiles aguaceros, el sol anunciaba que estaba de nuestra parte. Los caminos y puentes lesionados estaban siendo reparados y a una escasa semana del evento las oraciones del medio ateo doctor Contreras estaban llegando nítidas donde el señor de arriba. Claro, ese señor de arriba al parecer se había olvidado que su enrabado enemigo, con todo y cuernos estaba tejiendo otra cosa, bastante endiablada.
Por fin llegó el fin de semana del primer Congreso Centroamericano y del Caribe de Cardiología. No apareció ningún ciclón nuevo, ni siquiera una necia tormentita tropical. Es más, ni siquiera una depresión –nombre que usan los que saben de eso-asustaba en el firmamento. Era una raquítica pero molestosa llovizna que empezó a caer, y no en la zona hotelera, ni en pueblo alguno, sino en las cabeceras, en las lomas orientales.
En la capital, en medio de una tarde de lujo, con un sol radiante y una tenue brisa acariciadora me tocó abordar un lujoso bus de la empresa Merk, en el que también iban a viajar la mayoría de los conferencistas centroamericanos, muchos de ellos con sus esposas. La camaradería, el ánimo fiestero y la hermosa vista hacia el litoral marino, obligó a una parada en Boca Chica. Un restaurante de piso enmaderado sobre las aguas de mar, con comida caliente y todas clases de bebidas sirvió de escenario para hablar y hablar, contar historias, vivencias, hablar de deportes y política, en fin, parecía que nadie quería salir de allí. Duramos como dos horas en aquel idílico lugar. El sol inició su proceso amarilloso y el atardecer decía que debíamos irnos. Ya era seguro que llegaríamos a Punta Cana muy entrada la noche negra.
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-Señores médicos, tendremos que tomar la ruta de El Seybo. El paso por La Represa, en Chavón, está bloqueado. El puente se cayó.
Quien así hablaba, micrófono en manos, era Nelly, una hermosa mujer representante de Merk dominicana, ante un hecho inesperado pero nada alarmante. Simplemente haríamos un desvío más al norte del camino habitual y un retraso de treinta o cuarenta minutos. Total, ya estábamos resignados a llegar tarde al hotel. Ninguno de los médicos centroamericanos mostró inconformidad alguna, más bien lucían alegres por el agradable ambiente que se continuó viviendo dentro del vehículo, donde las historias y chistes de todos los colores no dejaban espacio para el aburrimiento ni el fastidio.
El viaje cambió nuevamente, pero esta vez no solamente de rumbo, sino de ánimo. Corrió la noticia de que el puente hacia El Seybo acababa de caerse. La reparación que se le hizo no había sido eficiente y sus aproches terminaron colapsando. El pesar empezó a asomarse cuando tuvimos que detenernos detrás de una larga hilera de vehículos, todos haciendo una maniobra incómoda: tratando de abrirse paso de reversa. Los postreros debían retroceder para que los delanteros pudieran tomar un viejo camino en malas condiciones, en dirección precisamente a la zona de La Represa. Nelly recibió instrucciones vía telefónica y debía comunicárnosla de la manera más ecuánime posible.
-Señores médicos, retornaremos a La Represa, sobre el río Chavón.
No había porqué atemorizarse; de acuerdo a la bella Nelly lo lamentable era la pérdida de tiempo por los desvíos tomados. Íbamos a retomar el camino original pero cortando por el camino en malas condiciones ya mencionado. ¿Peligrosidad? Ninguna. En ningún momento se mencionó la palabra peligro, pero empezó a merodear cuando supimos de algo así como ´´paso crítico´´.
-Dejaremos el autobús y cruzaremos a pié. Se ha construido un camino seguro sobre el río. Sólo en la mitad habrá un pequeño paso crítico, donde nos mojaremos los pies. Del otro lado nos espera otro autobús.
-¡coño que vaina!
No lo dije para que me oyeran, simplemente se me salió de los dientes. Simplemente que ese río siempre me había parecido ancho por la impresión que ejercía la represa sobre su lomo. Hacía un buen rato que no se oían chistes ni cuentos. De verdad todos queríamos llegar a nuestro destino de una vez por todas.
Era justo las doce de la noche cuando llegamos al lugar de la criticidad. Era un panorama dantesco. El puente derribado lucía como un dragón de varios dorsos. A escasos metros río abajo cuadrillas de trabajadores habían improvisado sobre las aguas un estrecho paso de pesados tablones sobre los que había que caminar. Al mismo tiempo debíamos sostenernos de una soga para mantener el equilibrio y no caer a las corrientes. Me parecía que la estructura sobre la que caminaríamos no era confiable. Por suerte un amplio farol iluminaba como un sol el panorama. En un momento pensé en mis dos pequeños varones Gabriel y José Ernesto, de seis y siete años, quienes hasta el último momento estaban reclamando su derecho al viaje. Casi lo lograban de no ser por resistencia de su madre. Con ellos no me hubiese atrevido a pasar por allí. Las noticias de los desórdenes climáticos de la zona me permitieron a mí solo emprender el viaje.
-Quítense los zapatos y pasen descalzo.
No sé qué me impulsó a ser el primero en cruzar. La prudencia hizo que no me descalzara. Era preferible dañar los zapatos y no arriesgarme a una cortadura. Me lancé sobre el improvisado camino sin pensarlo dos veces, pero antes debí negociar. Pocos seres tienen la inventiva de los dominicanos. A esa hora había un grupo de individuos, verdaderos lobos de río, sacando ganancias de la situación. Cobraban un dineral por cargar maletas, bultos y mochilas para que uno pudiera agarrarse de la cuerda con las dos manos.
- Agárrese bien don, camine y no mire pa'bajo.
El inicio la caminata fue fácil, aunque sorteando algunos chorros de agua que lograban saltar sobre algún tablón. Detrás de mí una procesión de médicos, cruzábamos temerosos y en fila india el río Chavón. Justo a la mitad de camino estaba el paso crítico. Consistía en varios tablones hundidos varias pulgadas en el agua. Con la vista al frente debíamos sentir la pisada bajo el agua, pero encima de la madera, de modo tal que con el tacto de los pies seguiríamos una senda segura. Sentía el río tratando de sacar mis pies del sendero seguro. A nivel de los tobillos me llegaba el agua. Algo raro empecé a observar: el paso crítico se estaba alargando ¡el río estaba subiendo de nivel! Detrás se oían voces piadosas.
-¡gen de la Altagracia, cuídanos!
La virgen de la Altagracia era de esos lugares –de Higuey-, y oyó los ruegos pero no por completo. Supimos que en la lomas ya no estaba cayendo una necia llovizna, sino un torrencial aguacero. Las aguas estaban a subiendo de nivel en Chavón, justo al paso de nosotros. Al llegar a la otra orilla el agua había subido hasta la mitad de mis piernas, pues los tablones se hundían cada vez más. Unos brazos desconocidos completaban mi llegada y aguardaban a los que iban llegando detrás de mí. Eran hombres del lugar, conocedores de la bravura del río. Una expresión me congeló desde la cabeza a los pies.
-¡Se está desbaratando el paso!
Cuando retorné la mirada al río la impresión casi me descompone. Los médicos, sus acompañantes y los empleados de Merk, además de los lugareños cargados de equipajes, caminaban desesperados sobre unos tablones que ya casi no se veían y un río en franco crecimiento. En el otro extremo, por donde habíamos empezado la travesía, los tablones habían desaparecidos. No supe de dónde, con las manos en la cabeza, me salió el misticismo con otro ¡gen de la Altagracia! El punto crítico, donde el agua me había llegado a los tobillos, ahora atacaba a los demás justo en sus caderas, ¡si se mantenían encima del tablón! Una caída al agua era una segura sentencia de muerte. El río aullaba como un animal salvaje sobre el paso improvisado, queriendo tragárselo con todo y ocupantes. La desesperanza me desesperaba, la impaciencia, y el miedo estaba minando mi existencia; no podía tranquilizarme hasta lograr ver la llegada sano y salvo, uno a uno, de los colegas. De verdad que el corazón se me atropelló en un galope alocado al pensar en el ahogamiento de un médico extranjero, lejos de su tierra. Iban llegando, llegando y llegando, en medio del pánico. Lo estaban logrando con la ayuda de aquellos veteranos de Chavón. Solo una voz siniestra, desde atrás, me sacó de la zombiedad en que había caído.
-Don, son cien pesos…
El grupo entero llegó a la orilla sano y salvo, con expresión de espanto. Me sentía avergonzado por la experiencia que les estábamos brindando a tan distinguidos invitados. La suerte, el destino, la dicha, no sé, Dios, la Virgen, el Niño Jesús, hicieron que no se perdiera una sola vida. El otro autobús estaba a la espera y en unos veinte minutos, muchos descalzos, sucios de lodo y con los zapatos en las manos, abordamos el vehículo. Era algo raro: los médicos de fuera lucían contentos y habían asumido aquello como una aventura para ser contada después. Nos alejamos dejando atrás el farol encendido y un río que bramaba con furia, al quedarse sin una sola presa para sus entrañas.
Llegamos al hotel casi a las dos de la madrugada. Parecíamos un grupo de harapientos acogidos por un refugio. El agua caliente y un par de cervezas nos retornaron a la dulce realidad. El surrealismo quedaba atrás…por un par de días.
--------0-------
El congreso, en medio de lamentaciones y hechos vandálicos, -se produjeron varios robos en algunas habitaciones- fue exitoso y culminó con una fiesta amenizada por la mejor orquesta de baile de República Dominicana, Los Hermanos Rosario. Recuerdo además el detalle de la gran cantidad de viagra que se repartió allí.
El retorno a Santo Domingo, para la mayoría, no fue traumático. La ruta por El Seybo estaba reparada y por allí circularon todos los autobuses que regresaban cargados de médicos cardiólogos e internistas de todo el país. Un pequeño grupo no tomó esa vía. La empresa Merk se sintió en el deber de retornarnos por otra vía.
-¿Supieron? Nos vamos por avión a la capital.
Bueno, la verdad era que esperábamos retornar sin dificultades, por el medio que fuese. Si era por avión, mucho mejor. Claro, cuando se dice ´´por avión´´, uno siempre piensa en por lo menos un Boeing 727, o algo así por el estilo. Un Air Bus era mucho pedir, pero un 727 no estaba nada mal.
Era la primera vez que visitaba el aeropuerto de Punta Cana, de uso casi exclusivo para turistas. Varios aviones grandes aguardaban en la pista. De seguro uno de ellos era el nuestro. Luego de una breve espera, nos llevaron por un pasillo que más bien nos alejaba de las aeronaves. Salimos a una especie de patio trasero y ya fuera, nos dirigimos hacia un rincón nada elitista del aeropuerto, a un sitio donde nos esperaban ¡dos pequeñas avionetas, de quince pasajeros cada una!
-¡Andapalcarajo!
Aunque me sentía ser un veterano de aviones, nunca me había montado en una avioneta. Las historias de vuelos en ese tipo de aeronave no eran muy atractivas, por lo frágil que aparentemente son.
-Que sea lo que Dios quiera.
Todos estábamos dispuestos a irnos en cualquier cosa, con tal de salir de esa aventura y llegar a casa lo más pronto posible. Abordamos y ocupamos los quince asientos. Ambas avionetas estaban al tope de capacidad, además atiborradas de equpajes. Un grupo quedó fuera, a la espera del retorno. El viaje era corto, de no más de veinticinco minutos.
Despegamos con buen clima y en pocos minutos estábamos como en el río: con el corazón el la boca. Chichigua es el nombre que le damos al papalote en nuestro país. Era en una chichigua que estábamos montados. El aparato parecía no tener capacidad para sostenerse y la sensación de montaña rusa, a unos diez mil pies de altura, era insoportable. El sudor frío y el estómago lleno de mariposas hacían insoportable aquello. En cada sacudida parecía que nos íbamos a pique, para luego subir, y luego otra bajada brusca. En 23 minutos infernales aterrizamos, no en Herrera, sino en Las Américas, dando por terminado aquel congreso de angustias.
Sólo un médico jablador y mentiroso como el doctor Castrano Barceló habló de forma muy seria.
-Para mí eso no fue nada. Yo estoy acostumbrado a las avionetas, visito pacientes ricos y lejanos todos los fines de semana.
Pocos minutos después, el muy maldito estaba discutiendo acaloradamente con un taxista por unos míseros diez pesos en la diferencia entre la oferta y la demanda.
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