(Para Irma, en sus veinte años)
No quiero que me industrialicen,
no quiero que me nacionalicen,
no quiero
que claven mi lengua a un poste;
no quiero, no, que me enchapen en oro, en fierro,
en madera olorosa, no quiero
que me pongan en una sala, cruzado de brazos,
con la mirada perdida en un collar de cuervos,
o gimiendo
por el costado más claro de mis bigotes. No,
deciles que me dejen así, con los caballos preparados,
con todos
los caballos de luz preparados,
con todos los sauces esperándome desde
el fondo de los perros, con tu llegada,
azul, a veces,
o roja,
y tus ojos
mirándome siempre en la primera sombra
de los incendios,
si no, con el puente,
con las doce cuadras hasta tu bulín y el río,
y tus pasos de gata, y todos
sentados en la cama, todos
con la sopa en la sartén, con la vieja yerba,
con el mate,
y la pava,
y la noche
marchándose a chorros por los barrotes,
hacia los estrépitos,
hacia los trenes,
hacia las innumerables batallas,
por un solo pedazo de tu sangre o de mi sangre.
Así te digo; así
debe ser, sin gritos, sin el amor de la carne,
acaso, pero
hundida la garganta de revoluciones, llorando
sobre
el dulce hueso que se queda en el camino,
y las piedras,
y las huelgas,
y los ángeles,
y los mismos veranos de los ríos estrujándonos,
muriéndonos
por una
sola
esperanza. Pero ven, ahora, mira: todo nace,
comienzan
a arder supermercados, y mañana,
quizá, ponga mi última mano sobre tu frente,
para irme
bulín arriba,
puente arriba,
perros y amor arriba, hacia
antiguos vientos, lluvias,
muchachas en el recuerdo y boliches
con la luz del olvido en sus botellas.
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