Propiedades del triste / Por Santiago Kovadloff


En este elogio filosófico se argumenta que, a diferencia de la melancolía, la tristeza muchas veces fortalece y adecenta. Atributo de eminente lucidez, ese estado de ánimo tiene como actividad preeminente la contemplación y como una de sus características el estoicismo

I

Hay por lo menos dos acepciones del triste. Una que lo da como abatido, hace de él un derrotado a manos de su pesar. La otra, en cambio, no lo reduce al motivo de su desdicha. Sin dejar de consignarlo como un alma en la que el dolor ha impreso su huella, esta segunda acepción decreta que el triste, a diferencia del melancólico, no ha sido aniquilado por su pena. Digamos, pues, que si bien se trata de un náufrago, no se trata de un ahogado.

La del triste, en el sentido en que me importa, no es una vida ofrendada al bien perdido. No sería un triste, sin embargo, si no perdurara en él la estela de esa luz que se apagó. Más aún: si ella no infundiera a su voz, a su gesto, a su mirada, un matiz determinante. El triste es triste porque aquello que le falta -ya sea porque nunca lo tuvo o bien porque lo perdió- también lo constituye.

Aventuro un paso más: a diferencia de la melancolía que arrasa, creo que la tristeza muchas veces fortalece y adecenta. Quien se muestra trabajado por ella ha resuelto darse a ver en su claroscuro. Eso no significa que ande sediento de confidencia y consuelo ni empeñado en opacar las alegrías a las que, de tanto en tanto, accede. En todo caso, al triste no lo urge la confesión sino la afinidad. Sus almas gemelas son almas tocadas por penas similares a la suya, penas a las que han sabido rehacer, transfigurándolas en obra o emprendimiento y sobre las que, literalmente, ya no necesitan volver. Es la huella decantada de un llanto lo que el triste cabal ofrece, no ese llanto como tal. Y acaso por eso acierta el hondo Fernando Ulloa al llamar "meditada y húmeda" a la tristeza.

II

El triste a cuyo lado mejor me siento es sobrio en sus modales y lento en el decir, como si, vacilando, se sincerara. El suyo suele ser un medio tono, el que tiende más bien a ser bajo. Como si buscara, en la cautela de lo que es poco menos que un susurro, algún amparo que lo resguarde de la tentación de pasar por uno que está indemne en su saber.

El hombre que ha podido volver de la ceniza trae en su voz la aspereza del silencio que casi lo consumió. Y si me agrada el efecto de esa íntima tristeza sobre la modulación de las palabras es porque promueve una cercanía que casi no demanda sustento conceptual. Al igual que los caballeros de la fe, a los que Sören Kierkegaard alude, los tristes cabales más que oírse, se olfatean, más que buscarse se encuentran, y al escucharse confirman lo que ya al verse supieron.

Somos también lo que resta de la certeza de contar con una identidad que alguna vez pareció estar, si no en nuestras manos, al menos a nuestro alcance y sin embargo no pudimos atrapar. Ese residuo tenaz, que en su forma más discernible se impone como insolvencia para saber con plenitud de nosotros mismos, es la fuente sustancial de la tristeza que palpita en toda vida lograda. Pues sólo en una vida lograda ese residuo intransigente resulta realmente diáfano como enigma irreductible de toda identidad. Es decir que cuando mejor se lo discierne es cuando menos mentida y trunca está esa vida. Sólo una vida de veras lograda conoce la radicalidad de los grandes fracasos, ésos que no resultan de lo que nos pasa sino de lo que irremediablemente somos.

La tristeza es mansa, suave, se insinúa. No irrumpe jamás con violencia ni florece en la desesperación. No clama ni estalla. Se filtra, gotea, es levedad. La tristeza es ese dejo de profunda y serena incomprensión o insuficiencia que corona todo saber, todo hacer, todo creer. En este sentido, la tristeza es la metáfora extrema con la que se triunfa sobre una literalidad extenuante. ¿Cómo no reconocerla en esa formidable caracterización que el maestro Alberto Caeiro le brinda a Alvaro de Campos? Este le ha preguntado si está contento consigo mismo y Caeiro le responde: "No, estoy contento".

Es que la tristeza cabal corona la faena de autodiscernimiento cumplida sobre la propia existencia. Si concibo la tristeza como atributo eminente de la lucidez es porque complementa la penetración que distingue a las ideas inspiradas con la conciencia radical de que toda interpretación, siendo indispensable, es a la vez totalmente provisional, fruto de coyunturas que sin cesar se suceden o modifican. La búsqueda incansable del matiz en el arte de la reflexión no responde sino a ese desesperado afán de retrasar al máximo el encuentro con la insuficiencia insuperable. Y al influjo de ese matiz sólo se abre el alma herida por el tajo de una gran pérdida a la que, no obstante, ha sido capaz de sobrevivir y que no es, necesariamente, la de alguien o la de algo sino la de no poder ser inequívoco.

La tristeza es ese levísimo barniz de humor que nos acompaña aun en la expresión de lo que con mayor seriedad decimos.

La tristeza es el indicio candente de un fracaso insoslayable que opera como advertencia y freno al borde de la pendiente de los excesos y la fascinación por lo rotundo. Nada nos cura mejor del amor propio y la jactancia que el reencuentro periódico con las raíces nunca marchitas de esa tristeza que con tanta nitidez deja su impronta en nuestra voz y en nuestros ojos, en los gestos y hasta en el paso. Y que se anuncia en casi todo lo que somos, cuando de veras hemos aprendido a reconocer la imponderabilidad final que encierra el hecho de ser uno por una única vez.

Hay, claro que sí, algo de estoico en el triste. Sobre todo si al estoico se lo entiende como aquel que ha aprendido a ser ecuánime con el dolor, a tratar con él sin dejarse consumir por el padecimiento.

Leopardi, Modigliani, Dvôrák en sus quintetos 1 y 97, Satie, Caproni y Pessoa figuran, junto a Emile Cioran, entre mis tristes dilectos. Veo en ellos a grandes baquianos del mutismo que sumerge al corazón cuando se vive una gran congoja. Creo advertir tristeza en casi todos los pronunciamientos filosóficos y políticos de Camus. Es decir que reconozco en ellos una fortaleza ética no reñida con el sentimiento de lo trágico, tenaz y desesperanzada a la vez. Algo similar se advierte en Claudio Magris y en la prosa de Víctor Massuh. "El hombre es una voluntad de forma", señala éste dando a entender que el caos es la inagotable materia prima de su incesante configuración.

La vitalidad de mi tristeza aflora con frecuencia frente a mi ventana, mientras contemplo extasiado los fugaces atardeceres de junio; en las primeras mañanas del invierno, dejándome ir temprano por las calles semidesiertas, embriagado por esa mínima promesa de luz con que despierta el día o al presentir la secreta raíz del impulso que me dicta, al escribir, ciertas palabras y no otras.

A ser un triste se llega obrando sobre un hondo desconsuelo. Poco importa cuál. Transfigurado por el triste cabal, ese desconsuelo pasará a ser un modo ganado de andar por el mundo. Nadie, no obstante, que de veras aspire a hablar puede darse por expresado. Y no por falta de palabras sino de materia expresable. Sólo podemos sugerir, esbozar, insinuar a medias una identidad que no termina de ser tal y por eso no ingresa de lleno en la enunciación. No nos falta saber del objeto sino objeto a secas sobre el cual llegar a saber. Y el triste es triste también porque lo sabe. Como sabe que nadie, al callar, puede darse por liberado del pesar que genera lo indecible. Es que en el triste perdura, como bien me ha dicho Isidoro Vegh, "una sensibilidad del primer destierro".


III

Entre todos los seres vivos que podemos reconocer, sólo el hombre, hasta donde lo sé, es capaz de contemplar. Contemplar es, a mi entender, la actividad preeminente del triste. El triste, que tantas veces parece ausente, en verdad no lo está. Está, eso sí, abstraído, modelado por una ausencia. Quien contempla se entrega a la errancia de un ver descentrado y sin meta cuya única intención es ese dejarse vagar por la abundancia de lo que se le ofrece reconfigurándose, sustrayéndose una y otra vez al inventario de lo clasificable.

Justamente, al no empeñarnos en imponer un significado preciso a aquello que, de tanto en tanto, se nos brinda a condición de no pretender atraparlo en un sentido -el mar, los cielos, el desierto, la noche estrellada, el dorso resplandeciente de una hoja otoñal, nuestro propio rostro en el espejo-, al sostenernos en esa imposibilidad de discernimiento conceptual pleno que acompaña lo que no obstante aprehendemos, contemplamos, nos templamos al calor de lo que sólo se deja frecuentar si no cedemos al afán clasificatorio. "Lo abierto" ha llamado Rilke a cuanto incidiendo sobre el hombre excede la significación que éste pueda imponerle. Mira quien observa pero quien contempla responde con la suya a la presencia de lo anónimo que insiste en hacerse patente allí donde somos capaces de entregarnos al trato con lo inconcebible, a la errancia semántica que ese trato implica. Es que quien contempla se deja ir.

La emoción que entonces embarga al contemplativo, la conmoción que entonces tiene lugar dan sustento a los posibles menesteres del triste. Algo hará el triste a su turno con aquello que antes pudo con él acallándolo. Y tanto en lo hecho como en su modo de hacer, se advertirá la traza del vacilante, el roce con lo indecible del que proviene, y que vulneró tanto su sentimiento habitual de identidad como el significado que convencionalmente atribuyó a las cosas. Esas cosas que de pronto se liberan, se dislocan y asombrándonos por la fuerza con que se insubordinan al trato familiar, nos interpelan con una intensidad desconocida.

Triste es aquel que no olvida ni quiere olvidar la certidumbre de que nada le habla más íntimamente de su propia imponderabilidad que esa exposición a la luz radical de lo anónimo, que esa presencia indesignable que atraviesa la suya y a la que con frecuencia el hombre intenta inscribir de algún modo en un nombre que acote y revele a la vez su desmesura: aurora, dolor, tierra, océano, horizonte; semblante del que acaba de morir, ocaso, rostro del recién nacido, voz amada o los nombres de Dios.

Todas éstas pueden llegar a ser, entre tantas y tantas otras, expresiones de lo que Karl Jaspers designa como "lo incondicionado", temblorosas configuraciones de lo inviable en términos de medida y de contorno, presencias que con su intensidad remiten a lo que desborda el lenguaje.

De esta desmesura sólo soportable en el hechizo de la contemplación, de la cual la poesía siempre es fuente y fruto simultáneo, pareciera provenir un indicio de la verdad de nuestro propio ser que, no sé por qué, nos entristece, es decir, nos afecta mediante la exhibición de nuestra irremediable impotencia para sobrellevar nuestra finitud sin padecerla.

¿Qué discernimos al no comprender esa imponderabilidad con la que no pueden los ojos ni el entendimiento y a la que sin embargo nuestra sensibilidad accede? Triste es, en ese caso, quien, tras haberse visto sumergido en semejante conmoción, logra tomar la palabra dejando ver, en cuanto dice, la huella de la desmesura que ha soportado.


IV

El del triste es, pues, un estatuto posterior al del perdedor. Posterior y superador. Al infundir a su pena rango sublimatorio, el triste puede perfilarse como un sujeto que sufre y no verse reducido al dolor que lo consume. Pero si bien no consiste en su abismo, tampoco, sin ese abismo, puede consistir. Carga con sus muertos, no los abandona, y ello prueba que ha sobrevivido. El melancólico, en cambio, perdedor por excelencia, sólo se deja ver como expresión de los muertos que lo abruman y con los que, por eso mismo, no logra cargar. Mientras el melancólico brilla por su ausencia como persona, en el triste la ausencia resplandece bajo la forma innovadora de una recreación. Y ésta es, curiosamente, su alegría. La alegría de superar la inmovilidad que busca imponerle su pena. El destino ulterior que a ella sabe infundirle constituye la materia de su módico entusiasmo, la expresión de su contento. De su singular contento de alquimista.

La Nación, Buenos Aires, 2006

domingo, 19 de julio de 2009

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