Cuentos chalados / Eduardo Dermardirossian


¿A quién asesinaste, mujer?

Es un cuadro habitado por dos hombres que caminan por un prado soleado, en cuyo fondo ves unas casitas con tejados rojos. Pintado al óleo y sin firma de autor, está colgado en mi cuarto, en la pared que enfrenta la ventana.

Uno de los hombres, el de la derecha, permanece siempre ahí, inmóvil, mudo, con expresión reflexiva, tal como lo pintó su autor. El otro, de rostro severo y ataviado con un abrigo azul, va y viene, unas veces lo veo en el cuadro junto a su compañero, otras veces no.

Suelo mirar el cuadro cuando permanezco en mi cuarto leyendo, escribiendo o simplemente sentado junto a mi perro, fumando. Y tal como te digo, algunas veces veo al del abrigo azul y otras veces no. El otro está ahí sin faltar nunca. Los miro y me pregunto cuál de los dos cumple el deseo del pintor, el que se queda o el que a veces se ausenta. No lo sé.

Pero sé (y no me preguntes, lector, cómo lo sé) que el que se queda siempre ahí piensa, siente, tiene ensoñaciones y anhelos que guarda para sí. A nadie le cuenta qué cosas pueblan su mente, qué deseos habitan su corazón, qué anhelos dan alas a sus sueños; en su silencio y parquedad hay algo inquietante, tanto como en el ir y venir de su compañero. Y algo más sé. Sé que él jamás piensa ni siente cuando su compañero lo acompaña, jamás. Su corazón late y su mente trabaja sólo en ausencia del otro.

El del abrigo azul (también lo sé de cierto) no tiene pensamientos, no está habitado por anhelos ni sentires. Él sólo deambula. Ahora está en la tela con su carnadura de óleos; luego, quizá, estará ausente, habrá partido hacia un lugar incierto.

Ayer me visitó una dama, bebió vino conmigo y habló poco; palabras de mera urbanidad, cosas banales dijo. Aseó mi cuarto, puso orden en mis enseres, no quiso leer mis borradores y antes de partir se detuvo ante el cuadro y dijo: “Al del abrigo azul lo he asesinado”.

Dos lunas

Construyó dos marcos ovalados de buen tamaño, mandó cortar sendos cristales según su medida y pidió que fueran prolijamente biselados. A uno lo hizo espejar para que copiara fielmente cuanto había enfrente. Todo lo armó y los puso juntos, frente a sí. Y vio que su propósito era cumplido: a través de uno de los cristales vio lo que había adelante, y en el reflejo del otro vio lo que había detrás. Todo a un tiempo y sin voltear su cabeza. Dentro del primer marco vio lo que sus ojos podían atrapar sin mediación, y dentro del otro se vio a sí mismo y también vio cuanto le había sido negado hasta entonces.

Así lo hizo en las habitaciones de su casa y en cuantos lugares solía frecuentar, tal que un par de marcos ovalados, uno con el cristal espejado y el otro no, poblaron desde entonces y para siempre su vida. Y su universo se duplicó y el horizonte lo rodeó en un círculo sin fin. Todos los misterios le fueron develados y fue, desde entonces, omnipresente, y por eso también omnisciente. Y aún –no lo sé de cierto- quizá omnipotente.

Cierto día, cuando Dios miró en dirección al mundo, lo vio. Lo vio mirando el universo todo sin que nada le fuera ignoto o vedado, sin que cosa alguna se ocultara a sus ojos. Esto vio Dios y supo que su tiempo era llegado. Dirigió entonces sus pasos hacia el hombre hasta alcanzarlo, se hincó a sus pies, besó su diestra e incorporándose le entregó su cetro y su manto. Por fin, enderezó sus pasos hacia un olivo añoso y se acostó a su sombra para descansar de sus fatigas. Ahí durmió y cuánto duró su sueño no se sabe.

Caperucita en el regazo del viejo Heráclito

No sé si esta Caperucita es para los niños. Sé que es para aquellos que, resistiendo la erosión del tiempo, pueden mirar con perplejidad el mundo que los rodea. De ahí que la publico entre los Cuentos chalados.

Dicen algunos que el azar les prodigó esta aventura e hizo que se encontraran en algún lugar del tiempo. Yo no lo creo así, creo que no es preciso buscar azares donde no los hay. Creo que alguna oculta deliberación quiso reunirlos para que juntos jugaran una rayuela en los entresijos del tiempo y que para eso se encontraron en esa infinita dimensión; más cerca de ella o de él, no lo sé. Y no me preguntes más de cuanto te diga, lector, porque quiero ser veraz y no suplir con mi imaginación lo que no conservo en mi memoria.

Ella conocía lugares y lugares, distantes unos de otros, algunas veces alejados de su casa y también de la de su abuela, a quien frecuentaba cada semana. Valles y montañas, ríos y lagos, prados, bosques y hasta el mar, esto y aún más había conocido Caperucita a su corta edad, que entonces era de cinco años. Había cruzado a la ribera opuesta del río que divide al mundo en dos, el misterio de las estrellas que cortejan a la luna en el espejo del río no le era ignorado, tampoco los mundos de diferentes colores que ruedan en el cielo. Había conocido a hombres y mujeres de todas las edades, de distintas condiciones, sabios unos e iletrados otros, animales de diferentes especies y hasta seres fantásticos que nacen de los dibujos y se corporizan del aire. Todavía más guardaba la niña en el cofre de su memoria. Pero bien sabía ella que más era lo ignorado, lo que escapaba a sus sentidos y a su imaginación fecunda. Caperucita sabía que no sabía, que aún le eran desconocidos muchos secretos de la vida. Los secretos del tiempo, entre ellos.

Y es así que decidió emprender un viaje a través de las edades y de los siglos para ver otros aconteceres. Quería conocer a los habitantes de otros tiempos, pasados y por venir, conversar con ellos, escuchar sus historias, narrarles sus propios cuentos. Los misterios que yacían ocultos bajo las cenizas azuzaban su conciencia blanca. Y no pudiendo ya resistir su curiosidad, fue al encuentro de su padre que trabajaba en el huerto: “Papito, partiré hacia otros tiempos, conoceré las edades, seré las horas y los días y los años. Seré siglos en una y en otra dirección. Y cuando el ave que ahora sobrevuela nuestra casa aún no haya posado sus patitas en la tierra, antes de que hayas terminado de recoger el verdeo que estás segando ahora, regresaré y te encontraré aquí, en el huerto. Dame tu permiso, dime tu bendición y besa mi frente”.

Bien sabía el papá que Caperucita haría ese viaje. Que sin desobedecerle pero sin cejar en su propósito emprendería el viaje. Sabía que su niña se nutría de pan y de amor, sí, pero también de su curiosidad irresistible. “Ve, hija, que sea fácil tu travesía”, le dijo y besó su frente.

En otro tiempo del tiempo y en otro lugar del mundo, un hombre viejo y sabio, flaco y barbado hacía aprontes para un viaje: pan, agua y un raro calendario era cuanto tenía como equipaje. Cuánto distaba Éfeso, su ciudad, de la casa de la niña, no importa ahora; pero sí el tiempo, que era de unos dos mil quinientos años, nada menos. Su nombre, Heráclito, era bien conocido por sus contemporáneos, y el mismísimo rey Darío de Persia había querido aprender de su ciencia.

Heráclito había hurgado en sus adentros los misterios de la vida, que son los misterios del tiempo. Había inquirido al río que discurre y al fuego que se prende y apaga medidamente, para verse espejado en ellos. Lo eterno y lo no eterno, lo concorde y lo discorde son uno, decía. Severo escrutador de la naturaleza humana y divina, su cuño aristocrático le distanció de sus compatriotas, que merecieron duros reproches de él. Luego, allá en la Grecia de los filósofos, fue alabado y reprobado por sus pensamientos y alguien de merecida fama lo motejó El oscuro.

Amanecer primero

Se encontraron, como te digo, en algún lugar del tiempo. Si fue su anhelo que los transportó, si algún poder que les fue dado, si un duende travieso quebró el secreto de las edades y los reunió, no lo sé. Tan sólo puedo decir que así Caperucita como Heráclito atravesaron los días y los siglos en la dirección de sus anhelos.

Y se encontraron al pie un árbol que repartía su sombra sobre el cauce de un arroyo y una casita azul. Se encontraron la niña y el sabio y se miraron curiosos de saberse mutuamente. Ella vio en él a un hombre adusto, casi severo, que por su edad podía ser el padre de su padre; con barba entrecana, mirada melancólica y honda y vestido con un manto. Él la vio niña, con una capucha que cubría parte de su cabellera larga y rizada, vestida con atuendos que le eran desconocidos. La vio vivaz e inquisidora. Se saludaron y se sentaron sobre una peña que emergía de la ribera, clavados sus ojos sobre el curso del arroyo que apresuraba ruidosamente sus aguas hacia la parte inferior de la quebrada. Soleado por momentos, por momentos umbrío bajo el follaje de los árboles, haciendo remolinos en los estanques, serpenteando y precipitándose en pequeñas cascadas, el curso del agua parecía desmentir aquel encuentro que había transportado al viejo hacia adelante en el tiempo y a la niña hacia atrás.

Unas cabras pastaban en las inmediaciones y multitud de aves rasgaban el cielo, todas en la misma dirección, norte o sur no lo sabía la niña, quizá sí el viejo. Y entre esas aves Caperucita vio a la que sobrevolaba el huerto de su padre, la vio y al pronto pudo reconocerla. No por su diverso plumaje ni por su tamaño, que en esto era igual a las otras, no; la reconoció por su modo de volar, porque merodeaba el sitio sin buscar el horizonte. ¿Era la bendición de su padre? ¿Su emisaria?

“Me llaman Caperucita, tengo cinco años, mi padre es hortelano y mi madre cuida de nosotros y prepara ricos dulces”, inauguró el diálogo la niña. “Lo sé”, y el viejo paseó su nudosa mano por la cabellera canela de la niña. Un largo silencio siguió y sólo el canturreo del agua les acompañó en sus cavilaciones. El sol ya estaba alto en aquella mañana y su tibieza terminaba de recoger las últimas perlas de rocío que la noche había sembrado. La casita azul lucía curiosamente bella, mitad resguardada por sus muros y sus enseres, mitad abierta al fervor de las plantas y a la luz del sol.

De pronto el viejo levantó su mirada al cielo y sentenció: “El sol es nuevo cada día”, y a partir de entonces el astro padre pareció reavivar sus llamaradas, inquietarse y hasta apresurar su tránsito hacia el cenit. El agua cristalina del arroyo brilló y brincó entre las pulidas piedras como nunca lo había hecho antes y la casita azul adquirió un nuevo esplendor. El anciano dijo que cada jornada es en sí misma todas las jornadas habidas y por haber, y que todas las jornadas pasadas y presentes son una.

“¿Qué dices, Heráclito –dijo la niña que de sobra conocía el nombre de aquel sabio–, dices que hoy es siempre?”. “Lo es”. El hombre se expresaba con seguridad, sí, pero también con un dejo de misterio en su voz. Eso le hizo dudar a la niña sobre tan audaz afirmación, porque, se preguntó, si hoy es siempre ¿qué hay de la esperanza que precisa un mañana para manifestarse o para desvanecerse en el desencanto? Acaso ¿no fueron muchos hoyes y mañanas los que la transportaron a su edad de cinco años? “Dime qué haré con mis anhelos, qué con mis sueños y con mis esperas si no hay mañana?”. Heráclito tomó a Caperucita con sus manos rudas, la sentó en su regazo, acarició nuevamente sus pelos color canela y le dijo así: “No sientas temor por tus anhelos y no creas que se frustran tus esperas. No mires más allá del arroyo, porque en él verás todo cuanto hubo, hay y habrá. Lo que anhelas está presente en tu anhelo, así como ya está en tu casa lo que aún esperas. Ayer, hoy y mañana son uno, como lo es el río, como lo eres tú. Y Dios. Él es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, hartura y hambre; pero adopta diversas formas al igual que el fuego”. Calló por un momento. Luego agregó: “Si miras bien, si atiendes no a mí, sino a la razón, estarás de acuerdo en que la sabiduría consiste en que lo uno es todo”.

La niña escuchaba al sabio con mucha atención y se esforzaba en entender cuanta cosa salía de su boca, aún sus gestos y su mirada escudriñaba para asir su saber completamente. Los movimientos de sus manos rugosas, el énfasis que se insinuaba en algunas de sus expresiones, todo esto leía ella con afán de tomar para sí cuanto podía enseñarle el anciano. Pero, a decir verdad, ciertas cosas le eran difíciles de comprender. Por ejemplo, si es nuevo el sol cada día, ¿no es porque hay muchos días? Esto preguntó y aguardó respuesta. Él insistió en que el todo es uno y que el uno es todo, que ayer es hoy y también mañana, que un ave es todas las aves; más cosas de esta clase dijo Heráclito a Caperucita. Y, repentinamente, ella comprendió. Que de algún ayer venía él al encuentro y de algún mañana venía ella, que el ave que sobrevolaba el huerto de su padre era, a un tiempo y a pesar de las edades, la misma que había surcado el cielo en el momento del encuentro. Y hasta llegó a comprender que nada es de algún modo si otra cosa no es de modo diferente. Que lo uno es en lo otro, eso comprendió.

Ambos volvieron sus miradas sobre el agua del arroyo y así permanecieron largo rato. Luego el viejo tomó pan de su alforja, lo partió dando a la niña un trozo y él comió el restante. También compartieron el agua que él llevaba consigo. Y cuando aún el sol habitaba el cielo, él se incorporó, tomó la mano de la pequeña y dirigiéndose a la casita azul, le dijo: “Ea, vamos ya, debemos descansar de las fatigas de este día. Durmamos, niña, que el sol que vendrá, desde ahora nos está esperando”.

Amanecer segundo

El sol temprano de la mañana los despertó a ambos. A Caperucita la encontró en un lecho mullido y a Heráclito en un rincón, tendido sobre el piso y cubierto con unas mantas azules. Como las paredes, como el vano de la puerta inexistente, como los pocos muebles y cortinas que ornaban la casa, como la guitarra de seis pares de cuerdas que descansaba en otro rincón, azules todos. También como el cielo.

Ambos lavaron sus rostros en el arroyo, alisaron sus pelos y partieron aguas arriba para recoger frutos. Fresas e higos hallaron en abundancia para su desayuno, y mientras los comían la brisa fresca de la mañana acariciaba las copas de los árboles haciéndoles hablar un idioma que la niña no conocía. Ella sabía que algo se decían los árboles y las matas, que tales melodías no eran vacuas, que por alguna razón quebraban el silencio de aquellas montañas. “Dime, Heráclito, de qué hablan las plantas, qué se dicen las unas a las otras; dime también por qué no puedo yo entender su lengua”.

“Ellas, las plantas y los árboles, las flores y sus frutos, también los peñascos y las bestias hablan la lengua del tiempo. Que es la lengua del río que siendo el mismo, muda incesantemente, es otro cada vez que te sumerges en él. Porque, dime, pequeña, mira con tus ojos, pero también con todo tu entendimiento y tu corazón y dime, ¿por qué había de estar ahí el río todavía si ya le has conocido antes y no ha mudado? ¿Por qué causa ha de seguir siendo aquello que no alienta esperanza? ¿Por qué tú habías de hablar conmigo, por qué inquirirme, si todo fuera como ayer y nada hubiera cambiado? Mira el curso del río, cómo discurren sus aguas; mira también cómo los árboles se agitan y murmuran al compás del viento, y hablan de cosas, diferentes las unas de las otras.” Heráclito calló. Y en ese momento el ave que sobrevoló el huerto del padre de la niña, la misma que surcó el cielo en el anterior amanecer, vino cerca de ellos, revoloteó sobre el lugar y finalmente se posó en el hombro del viejo. Éste no pareció sorprenderse y quedamente recogió uno de los frutos que aún tenía a su alcance y le dio de comer. “He aquí que me habla y yo le entiendo y le respondo. Mira y ve, Caperucita, cómo no son necesarias las palabras que empleamos los hombres, aún los filósofos, para entender a las aves. También para entender a las plantas y al río no ha menester de palabras. Y yo creo que, en verdad, tampoco los hombres precisamos de ellas para decirnos las cosas que más importan en nuestras vidas. Quizá ahora también tú puedas entender la lengua de los árboles, de las aves, del universo.”

Caperucita acarició la barba desordenada del anciano, besó su diestra y luego, lentamente, se acercó al arroyo para sentarse a su vera y fijar la mirada en sus aguas cristalinas. Heráclito no la acompañó, la dejó sola. Y como la niña no regresaba a su lado, no abandonaba la ribera ni quitaba sus ojos del agua que corría incesantemente, partió solo de regreso a la casita azul y allí la esperó sin ansiedad y sin temor. De sobra sabía que ella regresaría.

El sol acariciaba el poniente cuando el viejo vio a Caperucita que llegaba con unas nueces en su falda. Sonrió la niña al verle, pero él no, porque sus ojos aún estaban colmados de lágrimas. ¿Qué pensamientos le acompañaron durante su estancia a solas en la casita azul? ¿Qué recuerdos, si los tenía, habían castigado su soledad? No sabía la niña dar respuesta a estas preguntas y él calló. En la casita azul, sobre la mesa robusta quebraron una a una las nueces, separaron las cáscaras que dieron al fuego para alentar sus llamas, y comieron el fruto con fruición, porque ambos estaban hambrientos. Luego, Heráclito fue al monte próximo y regresó con unos leños secos para alimentar el fuego, que prometía acompañarlos durante aquella noche fría.

Las llamas danzaban sobre los leños. Sus formas ondulantes y caprichosas se alternaban con chisporroteos que de cuando en cuando arrojaban estrellas a los pies de la niña y del viejo. La casita estaba tibia y la guitarra devolvía los reflejos del fuego; sus cuerdas, en pares, querían vibrar y lo sabían ellos pero ¡ay!, no sabían arrancar melodías de esa caja azul. Sin embargo las cuerdas vibraban, primero unas, luego las otras, siempre en pares, cada vez más, y ellos aguardaban que algo ocurriera. No esperaron mucho, porque unos acordes comenzaron a brotar desde el vientre del instrumento, una armonía extraña, diríase que la suma de sonidos discordes producían un resultado armonioso. Heráclito escuchaba y miraba el extraño calendario que había traído consigo y que, desenrollado, descansaba sobre la mesa cubriéndola enteramente. Y por primera vez sonreía. La niña le miraba y se complacía de ver al anciano feliz.

Ignoro cuánto tiempo escucharon esa extraña y elemental melodía, pero puedo decirte con certeza que mientras su sonido ocupaba los rincones de la casa y el fuego ardía en lenguas multiformes, Caperucita y Heráclito emprendieron juntos un viaje. Partieron primero en dirección al ayer, más lejos todavía que el tiempo que le vio nacer al viejo, mucho más lejos. Vieron cielos y mares, aves y animales rapaces, hombres y mujeres ataviados con ropajes no vistos por ellos hasta entonces. Vieron ríos y hogueras, vieron monarcas opulentos y súbditos menesterosos, vieron nacer a unos y morir a otros, vieron luces y sombras. Tomados de ambas manos y mirándose el uno al otro continuaron el viaje hacia el ahora, discurriendo por las tierras de Heráclito y sus vecindades y allí un hombre los detuvo, amigablemente les miró a los ojos y les obsequió una sonrisa y un trozo de pan untado con miel, que comieron los viajeros. Heráclito le dijo al hombre que al siguiente día fuera a la casita azul para retribuir su hospitalidad, para hacerle conocer el arroyo y para que le enseñara su saber a la niña. El hombre asintió y continuaron ellos su viaje en dirección al mañana.

Y, en efecto, recorrieron muchos aconteceres más allá del tiempo en que el papá de Caperucita trabajaba en su huerto; pero de lo que vieron en esa parte de la travesía nunca hablaron. Y por eso, lector, no sé decirte nada a su respecto.

Cuando por fin regresaron a la casita azul, la guitarra dijo sus últimos acordes y calló y el viejo arrolló el calendario que aún cubría la mesa, mientras el fuego seguía ardiendo en llamaradas. La niña se sumergió entre las sábanas, se cubrió con abrigos para que fuera reparador su sueño y pronto se durmió. Mientras, Heráclito ocupaba su rincón en el cuarto y desde ahí miraba el fuego que no cesaba de danzar.

Amanecer tercero

“Para el Dios todas las cosas son hermosas y buenas y justas; pero los hombres sostienen que algunas cosas son injustas y otras justas”, dijo Heráclito desde su rincón, cubierto aún por las mantas que le abrigaban en aquel amanecer fresco. Caperucita le oyó, porque ya había despertado y desde su lecho miraba amorosamente al viejo. “¿Por qué así, Heráclito, por qué son distintas las cosas para Dios y para los hombres, siendo que Él las hizo una, según me enseñaste?”

He aquí la cuestión –dijo para sí el viejo. Si sobre su conciencia blanca la niña puede escribir esa pregunta y también la respuesta, entonces habrá hallado el camino y ya nada podrá perturbarla. “Tengo la pregunta. Dame tú la respuesta y ya no seré perturbada mientras transite por la vida”, dijo ella, que misteriosamente había leído el pensamiento de Heráclito. Él la miró, la tomó por sus hombros y dulcemente la sentó en su regazo como lo había hecho en el primer amanecer, y le dijo así: “El Uno es atributo de Dios, no de los hombres. El Uno es bello en sí y por sí. Por su condición es bello, y no le está dado al hombre verlo con sus sentidos. Los hombres vemos lo múltiple, y, por eso, vemos los opósitos y nos bañamos en las aguas del conflicto.” Caperucita pudo comprender que la desventura viene al hombre por causa del conflicto y que el conflicto no puede manifestarse si las cosas son una. Pero aún así, sintió que algo no comprendía, y no podía discernir qué era. Miró al anciano y él supo leer en los ojos de la niña. “Algo de cuanto decimos te estará vedado, y es el conocimiento del Uno, que es el conocimiento de Dios. Tú, yo, todos los hombres, sólo podemos concebirle con nuestra perplejidad. Mirando el discurrir de las aguas del río, o el caprichoso llamear del fuego en la hoguera, o sopesando lo uno respecto de lo otro. Pero si comprendemos que en esa duplicidad que ven nuestros sentidos la divinidad se manifiesta en su unidad, entonces sabremos que no hay conflicto. Y esta es la respuesta que has de escribir en tu conciencia. Y saber que sólo la perplejidad podrá responderte cada vez que inquieras lo insondable.”

Caperucita fue a sentarse a orillas del arroyo para fijar nuevamente sus ojos en las aguas que corrían en dirección al valle.

Heráclito regresó de un paseo que había dado por las inmediaciones del arroyo, aguas arriba, con unos frutos para el almuerzo, porque esperaba que su invitado llegara pronto. La niña le esperaba en la casita azul, con la mesa arreglada para tres comensales. Ambos se sentaron sobre un tronco que los años habían derribado y la niña le contaba al anciano sobre un amigo que había tenido y que cierta vez, mirando el revolotear de unos pájaros, los siguió con su mirada hasta que, habiéndose ocultado ellos tras las copas de los árboles, sin proponérselo él también voló y los alcanzó y danzó con ellos por los aires. Le dijo que otra vez su amigo sanó las heridas de un ave y luego, cuando hubo partido para no regresar más, en algún sitio vio a un anciano de barbas blancas que irradiaba luz y que tenía una cicatríz en el mismo lugar del ave que él había sanado. Que su nombre era Jacinto y que él le había enseñado el secreto de las estrellas que cortejan a la luna en las aguas del arroyo. Más cosas le dijo Caperucita a Heráclito acerca de su amigo Jacinto. Y estaba ella hablándole aún, cuando vieron llegar al griego barbado que habían conocido en el anterior amanecer.

“Eres bienvenido”, le recibió Heráclito y le ofreció un lugar en la mesa. Demócrito, que éste era el nombre del recién llegado, compartió con ellos el alimento, y cuando Caperucita retiró las pocas vajillas que habían usado, dijo: “Encontré vuestra casita azul bordeando la margen derecha del arroyo, en dirección al curso de sus aguas. Y desde las tierras altas pude ver que ella está situada en el lugar más escondido de esta quebrada. ¿Por qué lo elegisteis? ¿O fue el azar que determinó que vuestro encuentro fuera en este lugar?” “El infinito universo –respondió Heráclito– no tiene un sitio que los hombres podamos elegir, y el tiempo, mi querido amigo, es un niño que juega con los dados. Henos aquí, entonces, por una voluntad que no es la nuestra. Mas sí la tuya, que queriendo venir aquí y ahora, enderezaste tus pasos con rumbo cierto. Tal certeza te da alegría y pone en tu alma y en tu boca esa sonrisa que quiero le transmitas a la niña. Porque no es bueno que al comenzar su tránsito por la vida emparente conmigo, que soy de lágrimas prontas; es mejor que, habiendo ya aprendido los enseres primeros del mundo, transite de tu mano el sendero de regreso a su morada.” Dicho esto, el viejo Heráclito tomó a Caperucita de su mano, acarició nuevamente sus cabellos color canela, y así le dijo su legado: “Sé la luz, toma la mano tibia de mi amigo Demócrito y ve con él para llevar la risa a los hombres. Y honra a los dioses porque en ellos hallarás sabiduría”.

La niña miró a su nuevo compañero y vio que otro era su rostro, que no había tristeza en su mirada y que una dulce sonrisa se dibujaba en su boca. Miró hacia atrás para ver a Heráclito por otra vez, pero él había vuelto su rostro en dirección al arroyo que discurría hacia el valle, siempre hacia el valle. Y como el arroyo, ella eligió descender acompañando el curso de las aguas, hasta llegar al huerto donde todavía el ave revoloteaba en el cielo y su padre no había terminado de cosechar el fruto verde de la tierra.

jueves, 23 de julio de 2009

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