Veintiuno y diez. Me fijo

Los muertos están muertos.
Muertos y agujereados como simples colmenas.
Ni siquiera las manos le transpiran.
Son otros, son -quiero decir- los vivos los que hablamos.
Los que mentamos un nombre en las aceras,
y nos hacemos cómplices del agua
que pasa entre sus huesos humillada.
Pero los muertos, los muertos están muertos.
Tranquilos, y bien aclimatados al silencio que no los desespera.
Los muertos se olvidaron de sus ganas.
Y los otros -quiero decir- seguimos, meramente de novios,
de compinches, de jefes o almas buenas.
Nos cambiamos de acera y vestimenta.
Nos tocamos las manos o los hombros, nos besamos los ojos
y seguimos, seguimos murmurando de nuevo en otra acera,
meneando como loros borrachos las cabezas cansadas,
tropezando volteados cual hormigas contentas de sus días.
Mientras los muertos siguen su tumulto a solas.
Atorados de oficios o percances, bien o mal o a deshora
se encontraron con el silencio aquel que los ha mordido.
Los otros escuchamos renuentes las campanas: dón-de es-tán?
Ya se sabe cómo abriremos luego el fósforo
para el antepenúltimo cigarro de la última congoja.
Y volvemos ay -quiero decir- volvemos de nuevo a las aceras
a engordar los saludos, las prisas y los ruegos.

A poco se nos gasta el rumor.
El impulso se nos hace de pronto
el puñadito de sal que quiere la vecina.
Y el murmullo incesante de las horas se vuelve,
se vuelve -quiero decir- se ha vuelto
esa sorda colilla que un pisotón apaga.

Ángel Escobar

martes, 14 de octubre de 2008

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