Osmany Oduardo

EL PLACER DE LOS ADVERTIDOS
Osmany Oduardo

Les dejo el tiempo, todo el tiempo.
Eliseo Diego


Les dejo mi ventana sin barrotes,
mi corazón sin rejas, estas ansias
de tragarme el océano. Les dejo
una ciudad sin puertas que no es mía
pero me pertenece por cansancio,
porque asomé a su edad sin darme cuenta
aquella tarde al sur de piedras suaves.
Les dejo otras mujeres que se astillan
en mi cama pequeña y se retuercen
sobre mi soledad. Les dejo el tiempo
debidamente detenido en mí.
Se quedarán también con mis amigos
y algunos borradores que valdrán
muy poco (a mis amigos no los compran
con millones de estrellas y guijarros).
Si es posible les dejaré un licor
para hundir la tristeza. Si es posible,
un árbol para colgar los teléfonos.
Si es posible una mañana. Destierro
el amor, los secretos, porque ustedes,
amigos prestamistas, son tan limpios
que precisan de mí la mejor parte,
es decir: perros, mendigos, columnas,
ceniceros, espinas, baños públicos."
Algo en ti que me aleja de nosotros
y no es Dios ni su templo ensimismado
ni el portal que se advierte sin noticias
ni esa nube en tus ojos que penetra
mi imagen trasnochada. Algo feroz
retiene dentelladas a mi hartazgo:
no es París donde vago por las noches
y de día devuelve su espejismo:
eres tú mi país que me separa
de nosotros: eso te hace remota
cuando llego sin jueves ni aguaceros,
cuando abrazo tu risa hasta morirme
reclinado en tus pechos diminutos.
Eres tú mi país y eso me aleja.
Tus ojos son las seis de la mañana.
Hay un raro espejismo y manantiales;
hay un país en ruinas, anegado
entre lágrimas y azogue. Morir
no es el precio a tus plantas y conjuros.
Hay algo dable en ti --superficial--
y no el pan piadoso con que acuchillas
mi estómago inhumano, donde enciendes
esta libido que no escampa nunca
aunque te hayas marchado sin destierros
ni portales. Hay algo cruel en ti
y no es la mano que corta el pan, no
son tus ojos durmiéndose en mi sombra.
Tus ojos son las seis de esta mañana.
Para morir me sobran estos días cansados,
escaleras que anuncian tu voz y esas paredes
percudidas y amargas. Me sobra la ciudad
de rostros repetidos, de calles y comercio
donde acuñar mis sueños miserables. Regreso
para partir otra vez y escupan mi nostalgia.
Me duermo para verme más pobre que la tierra.
Despierto porque nunca me he visto tan probable
y risueño. Repito: para morir me sobran
estos días, su invierno, la lluvia que penetra
el polvo, justo ahora que existes, avisada
de que vas a morirte también por mis poemas.
Para morir hay miércoles, balcones antiguos
donde verte pasar si caminas estos párpados,
si tu pelo es ausencia o desastre y te atormenta
cuando asomo a tu boca, cuando soy un suspiro.
Puedo ser un suspiro si tu boca me alcanza.
Puedo habitar tu boca. Puedo morir absurdo
si nos separa un parque y sus cuerpos trasnochados.
Para escapar me sobran sonatas, sinfonías;
me sobra el sol y la noche; me sobran canciones
y fuego, toda esa paz que nunca escribo, todo
este amor que no cabe en relojes ni osamenta.
Escucha: tanto miedo no alcanza para oírte,
mi soledad exige tu precio en los mercados,
mi silencio es tan turbio que hace ruido en las noches.
Contempla: hay algo negro rozando mi cerebro,
se parece al suicidio, un poco más oscuro;
se parece al pasado, con poco menos risa
y vestimenta. Tu voz me duele dentro y hondo
y es blanca como un miércoles vacío. Te advierto:
para morir me bastan tu piel y otros lugares.
Soy un animal. Habito todos los teléfonos
vacíos y los parques sin pájaros. La muerte
es sólo una estación para piedras y mortales.
La vida es insípida y sin tiempo para mí.
Yo soy un animal que muere a secas. No quiero
una razón para implantar reinos, convocar
aceras al discurso nocturno de las fuentes.
Quisiera amanecer de vez en cuando, tan solo
que me astille así contra mi propia soledad.
Algo puede amortajarme la distancia, pero
nunca un paisaje, nunca un vestido de muchacha
que ha quedado herrumbrado y espera otro camino,
otra piedra contra su desnudez infinita.
Puede ser que otras mujeres inventen desde lejos
unas garras para amasar mi soledad, unos
dientes para estrenar mi piel sin huellas y un grito
para asustar las noches. Yo me pierdo cansado
para siempre en mi habitación: ciudad que recorro
una y otra vez y entonces desconozco gentes
apartándose de mí, horrorizadas y torpes.
Entonces es que pienso: mi sinrazón los harta,
mi condición de bestia los convierte en receta.
Entonces impaciento el reloj y me hago sitio
al otro lado de la muerte, y si hoy canto es
porque soy un animal terriblemente solo.
El árbol siempre estuvo en mi garganta
despojado de pájaros y vientos.
Nadie debe talarme tanta vida.
Un árbol puede ser la mujerzuela
del parque y ese sátiro el país
desgarrando sus vestidos. El árbol
puede disfrazarse de cuerdas y
ocultarme de todos sus naufragios
y lanzarme de bruces al domingo,
a sus tardes suicidas e inocentes.
Nadie debe podar tanta desidia.
Hay un árbol que aúlla desde el fondo,
pataleando su asfixia irredimible
en la gruta detrás de mi garganta.
Ante la multitud soy sólo asombro,
como uno deshojando adversidades
en un ruedo sediento. Ante el clamor
de esas bestias amarradas en el
palco, soy la sensacional distancia
entre vida y muerte. Podría ser
un vendedor de puertas para invierno,
un hacedor de piedras, un descanso
de esa escalera al cielo --tan pequeña
Podría ser el viento o un disparo
pero me falta cordura, una ínfima
dosis de paciencia o desconfianza
o miedo para aferrarme a los ojos
de una muchacha de primera fila.
Pero soy domador que no destierro
ni canción ni pared ni militante
del olvido. Soy terco domador
jugando a morir entre dientes. Soy
la mitad que le falta a la bestia
o, mejor dicho, es la bestia esa parte
sin la cual quedo huérfano de aplausos,
sin la que me reduzco a un espantoso
payaso rozando mezquindad. Temo
--porque temer es algo que indigesta--
que a mi nombre lo oculten en la jaula
porque ruge y resuella; que despierte
convertido en la bestia que castigo
a desafiar las llamas. Temo tanto
que grito latigazos en la arena
como aquel gladiador que abrió el portón
equivocado. Quién puede juzgarme
por querer ser un rugido inocente
y no voz que se esfuma ad infinitum,
porque cuento en mis dedos las estrellas,
mutilado de pan y cobardía.
Nadie puede encadenarme a este circo
de trapecistas sin alas porque el viento
no me trae cortinas de mi casa,
lejana como un río. Nadie puede,
porque quien doma fieras es un paria
con nombre y apellidos e inscripciones
donde se consta que nació con látigo:
real símbolo de muerte y de martirio.
Total:
que vivir es un don que nos absuelve
del azufre y del fuego; que morir
es un día sin respuestas, sin odio,
sin la muchacha de primera fila
que faltó cuando más se la esperaba.
Total:
que hay un día sin mar de hablar despiertos,
pues dormidos, qué somos sino sombras
pululando en diez puntos cardinales;
que la carpa es un cielo sin Dios Santo,
sin el Hijo a la diestra, y escapar
es condenarse al miedo, a estar cuerdos,
a ser domesticados por la usura
porque bajo la carpa protectora
qué somos sino bestias sin modales,
o qué soy yo sin mi animal de feria
bajo un cielo con Dios. No quiero ser
un vendedor de parques y muchachas,
un catador de la embriaguez y el tedio,
un invierno sin puertas, un consumo.
Prefiero ser el domador de a veces
bajo un cielo emparchado que ha sufrido
ser fiera, aplauso, asombro, latigazo.

Tendrán que oírme decir no me conozco.
Eliseo Diego
Tendrán que oírme callar el dolor
bajo la mesa. Nadie nombre platos,
mantel. Todo se esfuma como un sueño
mal nacido en los hospicios. Tendrán
que soportar el rabo y su cadencia,
silenciar esa luna, atar el día
inmortal que se dibuja infeliz
contra mi rostro. Alguien puede decirme:
este el camino azorando palomas,
estas las riendas del tiempo y la sed.
Nadie podrá decirme: esta tu hambre
y esta la mesa para que te escondas.
Tendrán que soportar la noche sucia
mientras me trago todo este silencio.
Yo no sé de alfileres en la voz.
Siempre el viento me trajo esos gorriones
taciturnos. Los trajo a morir en
mis sudores que se sabían fértiles
de atardecer y espanto. Se marcharon
y así noche se fue nublando en día.
Yo no sé de la paz en los umbrales
ni un grito soterrado en la memoria
ni esa lluvia agujereando mi casa.
Yo no sé si el pasado duerme absorto
en mi sien. Lo he visto morir golpeado
por mañanas imberbes y estampidas.
Pero sé de este día que me ahorca.
Pero sé una estación para infelices.

sábado, 6 de septiembre de 2008

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