Breve historia de un encanto.

Dedicada a toda la tropa cósmica y parajes aledaños.
Breve historia de un encanto.

VICENTE CORREA


Esta crónica aconteció poco después de haber cumplido con el requisito de la pasantía de ley. Todavía mis emociones bullían cargadas de ruralidad. La provincia sureña San Juan de La Maguana había sido lo mejor de mi vida en muchos años a la redonda. El próximo escalón lo constituía la residencia médica, pero aún estaba lejos en el tiempo. Había terminado en agosto de 1983 y las residencias empezaban en junio. El desempleo obligó a establecerme en la populosa barriada Los Ángeles del kilómetro trece de la autopista Duarte, en la periferia de la capital. En una bonita y decente casita justo a la vera de una polvorienta calle central clarinada de ruidos y palabrotas me asenté con un cartelón enmaderado que decía ´´Centro Médico doctor Correa´´. Allí pernoctaba casi todo el día combinando mi labor médica y estudiando ávidamente para estar preparado a la hora de los exámenes para las residencias médicas.

Mi sabrosura innata no tardó en acarrearme amistades de todos los calibres, desde el filosófico policía retirado Altagraciano, hasta la perversa Sinforosa, una rubia postiza que de inmediato me hizo saber por trasmanos que dominaba como ninguna otra mujer el mundo del sexo. Los chismes y la política competían con las ensordecedoras bachatas y merengues, sin dejar atrás al necio de Don Eneas y su insoportable altoparlante llamándonos a nosotros los mundanos a convertirnos al evangelio. No puedo negar que entré con buen pie al barrio. A las pocas semanas ya estaba más o menos bien posicionado en el sector. La atención primaria en salud que ofrecía llenó las expectativas y ya me sentía ser parte importante de Los Ángeles.

Una tarde me llegó al consultorio Úrsula, una linda y simpática joven con una cortadura en su mano izquierda provocada por sí misma mientras trataba de destapar una lata de salsa de tomate. No era una situación de envergadura, aunque el sangrado hacía aparentar lo contrario. Es más, los pocos puntos de sutura transcurrieron en medio de lo que hoy llamamos chercha o chanzas. Úrsula era una mujer mestiza bonita y bien formada, con una discreta mancha frontal próxima a la sien izquierda. La anestesia aplicada sirvió para algunos chistes y de buenas a primera se puso a mis órdenes para que en cualquier momento asista al negocio de expendio de comida donde trabajaba.

-Está al lado de la gasolinera, allá afuera, doctor. No deje de pasar por allá.

-Gracias Úrsula.

Y no pasó de ser eso: un caso rutinario de cortadura, sutura y prescripción de antitetánica. No puedo alardear de cumplir con la ética médica ciento por ciento. Algo más de veinte años luego de aquella breve historia de un encanto, debo reconocer que Úrsula era hermosa, pero de verdad mi ética médica no se alteró…hasta una semana después.

Fue una maldad lo que hizo Úrsula cuando asistió a retirarse los puntos de sutura. ¡Eso no se hace! Nadie puede ir a un centro médico a dizque quitarse unos puntos, en esa fachada. ¡No señor!

-¡¿Y dónde es la fiesta?!

-En ninguna parte, doctor. Vine a quitarme los puntos.

No sabía que la gente se maquillaba así para ir a un simple procedimiento que lo hace cualquier analfabeto. No era posible que la ética médica me obligara a sólo observar su hermosa mano ya restablecida. Cómo podía obviar esos pantalones adosados estrechamente a su cuerpo amazónico, cómo rehuir la mirada a una cintura descubierta, con una simple blusa que apenas cubría los senos. Era una clara provocación, una centelleante invitación a desoír juramentos y moralidades etéreas.

-Úrsula, así no se va al médico.

De verdad le hablaba en forma moralista y un dejo de temor, en aquél consultorio sin nadie más a la vista, acompañado de esta escultural mujer que no dejaba escapar la más mínima oportunidad de sonreír, incitando la humanidad que todos llevamos debajo de las vestimentas. En pocos minutos su mano izquierda ya estaba libre de las puntadas y un reproche dejó escapar, dando a entender cierta queja de indiferencia por parte mía.

-Me dejó esperando. Le iba a brindar una buena cena…

Hablaba como un animal en celos. La coquetería es imposible que se le escurra al doctor Correa. El Diablo empezó a laborar. Úrsula no era una paciente en el estricto sentido de la palabra; quiero decir que no estaba enferma. Una cortadura no es sinónimo de enfermedad. Yo estaba soltero y no tenía la más mínima pizca de homosexual. Mi motocicleta XL-100, herencia de mis días en la lejanía sanjuanera, estaba a la espera de una aventura más, de las muchas que fue cómplice.

No supe de dónde, de cual recóndito escondrijo de mi cerebro salió el ángel de la cordura y la mesura –del que no era muy asiduo para aquellos días-, y me llamó la atención. ´´donde se trabaja no se goza, ni donde se goza se trabaja´´, ´´te puede salir caro´´, ´´aguántate´´…

Pero el demonio no daba señales de ceder. ´´El Campito está cerca, allí las cervezas son frías y no cobran caro´´, ´´arranca para allá, que la moto y yo no somos jabladores´´…

Fue cuando sonó el golpe en la puerta. Tocaban y de buenas a primera varias personas estaban en la sala de espera. Mi presupuesto no daba para tener secretaria, de modo que debí dejar a medio camino el conflicto existencial ético-mundano y atender a los recién llegados, entre ellos una señora con un niño en brazos, con evidentes signos de deshidratación, por una enteritis, de acuerdo a los datos que me ofreció en breves palabras y lo que pude atinar a vuelo de pájaro en el menos.

- Úrsula, te prometo que pasaré por allá esta noche.

El resto de la tarde fue de trabajo, a tal punto que me olvidé de Úrsula. Ya casi de noche despaché al niño y su madre, y de verdad que me había olvidado de Úrsula. Vine a reparar en ella ya en mi casa. No estaba en eso de volver a salir hacia el kilómetro 13, detrás de una falda. ´´será mañana´´, dictó en mi inconsciente un victorioso Lucifer. Mi determinación era sólida y firme: la noche de ese día sería para recordar.

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El día siguiente fue rutinario. No recuerdo cuantos pacientes vi; ese detalle es imposible determinar luego de tantos años transcurridos. Pero nunca olvidaré a Arcadio Hidalgo, un hombre serio y de trabajo, de quien me hice amigo varios días después de instalarme en la barriada. Tenía una linda familia, con su esposa y tres hijas, ningún varón. Fue a consultar por una enfermedad de hombre. Al parecer, las canas al aire también son de los hombres serios y casados. Lo cierto es que me extrañó. Pues esperaría esa consulta en Leonel, Porfirio o Humberto, el hijo del sargento Momo, quienes no salían de los lupanares y otras madrigueras de mala muerte. ¡Pero Arcadio! ¡No pude ser!

-¡Doctor Correa, me arde el caño de la orina!

No solo era la sensación urente en su uretra. Había también un ganglio inflamado en la ingle derecha. Era evidente que estaba afectado de una enfermedad venérea.

-¡Coño, también me sale una vaina amarilla cuando me lo exprimo, doctor Correa!

Me recordó al ´´hombre con la menstruación´´ que había curado en La Maguana un año atrás; era el mismo caso. Una ampolla de Togamycin que tenía en mi maletín fue a parar a una tapa de nalga de Hidalgo y la pregunta no se hizo esperar, de mi parte.

-¡¿y quien te pegó eso, Arcadio?!

Me dejó frío y estupefacto. Suerte que ya había puesto la inyección.

-!Un cuero que trabaja al lado de la gasolinera; una que tiene una mancha en la frente, creo que se llama Úrsula!.

A pesar de mis firmes convicciones como hombre de ciencia y conflictos con Enea el evangélico, tuve el impulso de arrebatarle su altoparlante, hinchar las venas de mi cuello y vociferar ¡Dios es grande!

jueves, 17 de julio de 2008

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