Corazonada


Corazonada
Aymer Waldir Zuluaga Miranda


Yo soy Marinella, con doble ele, pero se dice Marinela. Escriba bien. Después es un problema para cambiar los papeles. Mi esposo, por ejemplo, tuvo que hacer muchas filas y enredos para poder sacar lo de la visa, pues en la cédula decía muy clarito: Yorfanis y en los papeles de la embajada le pusieron Yovany. Pero así lo acostumbraban llamar en el barrio. Es que la gente es muy pendeja, no oye, uno se presenta bien, de-le-tre-an-do y ellos, sordos, lo rebautizan. Así le decían todos a mi esposo: Yovany. ¿Apellido? Coronado, ¿o el de cual?, ¿el mío? Se nota que usted es nuevo en esto. ¿No ve los papeles? ¿Está en reemplazo de vacaciones? Buena época escogió: Navidad. Ninguna, era muy sano, aunque en las fiestas que daba por esta época servía licor en cantidades navegables. Pero él no se tomaba ni un trago, «siempre alerta y eso embota», decía, como el eterno boy scout que era. Tampoco fumaba y al médico nunca iba, pues siempre estaba sano y fuerte. Ni dolores de cabeza le daban, y eso que antes de cada partida se la pasaba tan pensativo que asustaba. Era fijo, mirada platónica y abandonada segura. También me extravío entre ideas, pero no tanto tiempo. Siempre miraba como si estuviera leyendo. En la fotografía que traje se ve tal cual era; ahora que lo pienso bien él siempre estaba así, igualito, parecía una foto. A eso voy, iba vestido como acostumbraba últimamente: con la camiseta de su equipo favorito y el pantalón a media pierna, unos jeans verdes que dejaban ver los calzoncillos arriba del ombligo, tan exótico, pero tan común ya. No hay nada que ocultar. A todos nos dio por mostrar los calzones. A las muchachas, con sus minifaldas, en las motocicletas tipo Lambretta; a nosotras, las cuchibarbies, con los descaderados que se deslizan cuando nos sentamos; y a los hombres, con los pantalones esos. Lo que no se exhibe no se vende, me decía Yorfanis. Él también se mostraba. Las mujeres de por la casa se babeaban, se les iban los ojos y las manos, pero él sabía cómo era conmigo. Harto fue lo que me persiguió hasta conquistarme, desde que él era un culicagado y fueron quince años de soportarnos. Le llevaba dos años. A eso voy: treinta y tres, los cumplió el primero de noviembre. Le sentaron mal, creí que le iba a entrar la locura mística. La edad del Cristo, repetía. Unos tenis de color rojo, horribles, pero carísimos. Y una cadena con una imagen religiosa alrededor del tobillo y un tatuaje en la mano derecha, entre el pulgar y el índice, de dos comas formando un círculo, la una blanca y la otra negra. Representaba una algo acerca del bien y el mal: lo masculino y lo femenino. No sé, él me explicó, puras bobadas. Dizque lo femenino era el mal. Una cicatriz en el abdomen, pero quirúrgica. Creo que era por lo del apéndice, él decía que se sentía como un libro al que le arrancaron una página importante, salía con unas frases como que hubiera estudiado mucho. Yo estudié más que él, me costeó Comunicación Social en la Asociativa, será por eso que hablo tanto. Quería que trabajara en televisión, hasta me pagó la cirugía para arreglarme un par de cositas. Era requisito, decía. Él trabajaba como loco para mantenerse cuerdo, le obsesionaba mucho la apariencia. Tez trigueña. Yo siempre fui fresca, frentera, él me cambió un poco, bastante guerra le di. Lo quise mucho hasta que empezaron las ausencias. En cada salida recordaba sus manos, tan especiales. Las manos son una parte importante, por su estructura, por su función. Reflejan aspectos de lo que hace y quiere una persona. Las de Yorfanis eran gruesas y fuertes, pero suaves, como cuando uno se toca detrás de la oreja. Me hacían falta, especialmente en las noches, para arrullarme. Después las fui olvidando también, como su rostro, su cara de fotografía. Se fueron perdiendo entre viajes. Salía mucho, del departamento, del país, creo que hasta del mundo. Me llegaban noticias con su voz de adormecer niños, una llamada a deshoras, un monólogo al otro lado del teléfono y mi llanto a este lado. Con el tiempo se fue secando la fuente y acortándose las llamadas, pero las ausencias seguían siempre. La fuerza de la costumbre. La primera vez que lo imaginé muerto regresó desde la tristeza, pero su ausencia se fue a vivir a mi casa luego de un par de años. Ya estoy hablando como él. Lo que es ver tantas películas y vivir en una; me lo imaginaba cercado por una marca de tiza en el asfalto de la calle; luego pensé en el blanco trazo de su silueta sobre el asfalto. Ahora en manchas de sangre. Un día soñé con un zapato y tuve la certeza de que estaba muerto. Ya lo había reportado como desaparecido como cuatro veces y ese día vine segura a reconocerlo, pero también debí retirar la tarjeta del registro pues me llamó a los tres días desde Apartadó. Ojos verdes. Mi abuela dice que los vivos cierran los ojos de los muertos, pero que los muertos nos abren los ojos a los vivos. A mí no hay quien me abra más los ojos, a no ser para que les eche gotas. Que se desaparecía y que no, yo creo que Houdini tenía mucho que aprenderle. Yo me resigné. Incluso de tanto venir con esperanzas las cambié por decepción, ya no sabía cuál sentimiento era cuál. Venía a identificar los restos en las neveras de la morgue esperando encontrarlo. Alguna vez creí que lo que quería era ubicarlo muerto, de una vez, y la frustración de no hallarlo se mezcló con la de saberlo vivo. Que susto, creí que me estaba volviendo loca. Creo que empecé a odiarlo. Ese día decidí ver yo misma los registros fotográficos de los cadáveres y le dije a su padre que vendría sola; que se quedara a cuidar a doña Soledad. Vomité rabia, dolor, frustración y tristeza, pero descansé. Luego salí a comprar flores y lloré un rato en una tumba desconocida, aquí mismo, en el Universal, donde entierran los NNs. Como un duelo con ritual fúnebre. Le dejé un ramo. Para mí se murió ese día, aunque después apareció. Luego de eso se perdía con menos frecuencia, quizás por lo de la enfermedad de ella. No volví a poner el aviso en el diario y dejé la angustia de empapelar las calles con esa foto eterna. Una se cansa, la primera vez busqué en hospitales, inspecciones de policía y sitios que frecuentaba, luego solamente en el hospital más cercano, después nada, directamente a la morgue. Donde lo estaban esperando. Venir acá tras una llamada, para identificar un cadáver que correspondía a la descripción, pero que no era él. Cabello castaño. Y después llegar a la casa y verlo en la casa frente al televisor y también después dejar de saber de él. La enfermedad de su madre nos puso a todos a intentar darle origen en las ausencias del hijo. Yorfanis quería a doña Soledad de un modo extraño, la cargaba entre sus brazos como el hijo que nunca tuvimos, la besaba en la frente y mejillas como a novia adolescente y la miraba sin querer descifrarla. Por ella haría lo que fuera, no me extraña. Era sorprendente verlo cada vez que atendía a su madre y fascinante oírlo hablar de ella, como si doña Soledad fuera un ser distinto al que conocemos. Una vez, soltó una frase de esas extrañas: «Es que me dejó su huella en el único cromosoma X que llevo». No pues, el erudito en ADN, le dije. Fulminó el tema con su mirada. Uno setenta de estatura, sesenta y siete kilos. Ahora que recapacito es cierto, sólo para su madre dejaba de ser desconocido y misterioso; sólo con ella se sentía un niño feliz. Incluso, me atrevo a decir que desde sus primeros movimientos en el útero de su madre, era para la sociedad un NN, de allí su persistencia en querer «ser alguien» creyéndose un don nadie. Las paradojas de la vida, justo en la víspera de Navidad y desapareció por última vez, para lo de la operación. Ponga bien el nombre del donante: Yorfanis, que no se enrede lo del transplante de corazón de doña Soledad porque un novato metió mal el dedo.

miércoles, 14 de mayo de 2008

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